El TERRENO DE LA LOMA

Poesía, narrativa, cuentos


Hoy llegué más tarde al Terreno. Tengo una semana casi sin regar los rosales y plantas del jardín y eso es muy malo en estos días de canícula en que el calor abraza al monte y con su vaho de fuego hace bailar a los cardones que se desparraman por la ladera de la loma y el arroyo. Los cenzontles corren nerviosos para picotear el agua que se transpora por las paredes de la pila y luego vuelan y se posan en el tortuoso follaje de los uñadegato y sobre los paloadanes y le cantan a todo pulmón a la rojura en lontananza, hacia el monte, confundiendo con su silbos cambiantes a las palomas que gorjean sobre los alambres de la cerca.
Al frente y a lo lejos, allá abajo, la Ciudad asemeja un caimán que dormita perezoso sobre la arena de la playa, quieto, indiferente a las gaviotas que vuelan hacia la isla y a las auras que ventean desde las alturas, meciéndose en el coromuel que entra a la bahía. Al fondo la serranía recorta un cielo azul, casi blanco, limpio de toda nube y al que sube un murmullo muy lejos, muy suave, muy despacio, imperceptible casi, de una ciudad que se regocija con los primeras brisas de la tarde.
El monte presiente la tarde. Brincan las liebres sobre los garambullos y luego se paran en seco desparramando la mirada, sobre la loma, como si oyeran una música montaraz que los humanos estamos impedidos para oír. Los perros de las casas cercanas se corretean entre sí gustosos de verse liberados de la tortura del calor de los mediodías agobiantes, e ingenuos, persiguen a los tildillos que se esconden entre los embrollos de las gobernadoras. El mar es un espejo que refleja los picos altos de la serranía. Desde acá, de la loma, el sol no se mete al mar sino en el monte, tiñendo las pitayas de los cardones y entonces, estos, se van cubriendo de un verdor fuerte que hace resaltar su silueta sobre un fondo rosado del cual cuelgan cuajarones rojos que poco a poco se oscurecen.
Las arañas se preparan para tejer sus trampas de seda entre las agujas de los datlillos, coronados por un repollo blanco alargado y en la base de ellos, bajo las rocas embadurnadas de caliche, los escorpiones se alistan para la cacería vespertina.
Un olor a guayaba inunda el terreno y le da al monte un incompatible olor a huerta tropical todosanteña debido a la reventazón de los frutos en el suelo. Las cocoteras jóvenes aún, muy jóvenes, acarician a la ventisca que atraviesa modosita, invisible, risueña, todo lo largo del terreno y luego se aleja silbando por el arroyo abajo, más abajo, atravesando la carretera y desembocando ya con un murmullo desmayado en los salados manglares del Comitán.
En ese algún lado siempre indetectable en el que suelen los grillos pasar inadvertidos, ensayan éstos las primeras notas de su larga y monótona sinfonía amorosa y los zancudos practican sus primera piruetas silbantes por sobre mis orejas en actitud desafiante y descarada.
Las buganvilias tachonadas de flores matizadas forman un seto compacto que se alterna con los palodearco y allá lejos, detrás de aquel enorme vaso de agua que es la bahía, las luces de la ciudad comienzan a titilar como luciérnagas. Acá los tabachines y los olivos negros se reviven y beben sedientos de los goteros cadenciosos y el suelo gorgotea el agua y la evapora calmando esa sed desenfrenada. Los laureles elevan sus ramilletes de flores hacia el cielo, buscando presumir con los últimos rayos de luz ocre y alargan presuntuosos sus sombras por el terreno pedregoso.
Todavía hay luz en el cielo y sin embargo el lucero del atardecer precede a la luna que se elevará incendiando los picachos con una ámbar llamarada y su sonrisa ingenua será blanco de miles de miradas en aquel lucerío que se agranda y se aquieta.
Hoy la Lulú no vino conmigo, y como que la soledad es más impresionante en esta loma que ya se empieza a alumbrar con ese arenal de estrellas en el cielo, con la vía láctea que se va desplazando como impulsada por un viento nocturno en esa negrura sideral inacabable y por los aerolitos que rasgan el cielo de repente; en este terreno de esta loma en el que las luces de ese río de lava que es la ciudad cuando se enciende bañan la oscuridad que pareciera impenetrable, con esa misma belleza impresionante con que también se ilumina con la mismísima luz que proviene desde lo más lejano, que proviene desde los principios y desde los fondos de los tiempos.

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