El TERRENO DE LA LOMA

Poesía, narrativa, cuentos


Después de la lluvia, el suelo del terreno está tapizado de hierba tupidita como una alfombra, y entre ella, circulan con parsimonia una infinidad de pinacates negros que a veces se encuentran frente a frente y encontrándose, se ignoran y se cruzan por entre los tallos de las verdolagas, pero en otras ocasiones se ventean y se enredan en cruenta y vertiginosa batalla para después de un largo rato, seguir cada cual hacia su destino inimaginable y azaroso.
Una nube de bobitos se levanta de entre el yerberío y me siguen hacia donde vaya, como una estela de humo, obligándome a mantener los ojos entrecerrados y la boca apretada. El monte huele todavía a tierra mojada, a hierba húmeda, y su verdor insolente ha cubierto por completo las piedras pelonas de los cerros vecinos.
Hoy no voy a regar los árboles ni a hacer nada, sólo a desparramarme en la poltrona y encaramar los pies sobre un tronco seco de laurel. Hoy voy a encender un cigarrillo y aspirar de este viejo vicio retomado y divisar por entre las volutas de humo, el monte compacto y renovado. Este día no voy a rastrillar el follaje reseco ni hacerle cazuelas a los almendros y los tabachines; sólo voy a abrir una lata de cerveza y a pasear la mirada, siguiendo la curvatura del horizonte, viendo el mar que espejea, observando a la ciudad que ahora se me hace más lejana, apreciar apenas la serranía y atrás, más atrás, un cielo que blanquea desfallecido; voy a dejar que mi pensamiento ruede, libre, desbocado, sin dirección preestablecida, como el rumbo de los pinacates que pululan desorientados, después de la batalla.

Hoy hubiera querido que estuvieses aquí; como desde hace mucho tiempo que no lo haces; que reconocieras el monte que dejaste de ver desde que te atrapó esa somnolencia de niño desvalido, que te arrellanaras en ese sillón desvencijado como ahora te aferras a la silla de ruedas y soltaras tu mirada hacia el mar, hacia la ciudad, hacia el caserío de abajo, sintiendo esa paz que decías sentir al mirar a lo lejos y guardaras silencio, el silencio aquél, el de entonces, y no este silencio de miedo y desesperanza en el que ahora te sumerges; que te recostaras sobre el camastro de campaña sólo para apreciar a las auras que planean impávidas y resaltan su negrura bajo un nuberío blanco que se deslava por el viento de las tres de la tarde y que va desdibujando figuras imaginarias en el cielo, en lugar de que hoy estuvieras postrado a tu cama de siempre, viendo sin ver el cielo del techo de tu cuarto, dejando que pasen las horas sin saber por qué ni para qué, en una espera indescriptible de un no sé quién y un no sé cuándo.
Hoy hubiera querido echarte el brazo al hombro y mostrarte el color de los bisteces que se doraban chirriantes en el asador improvisado de ladrillos, en vez de que hoy tú me eches el brazo a mí, para poder caminar, trastabillante, unos cuantos pasos por tu casa.
Cómo habría deseado ver el cuajarón de luces de la ciudad titilando en tus ojos risueños para no adivinarte ahora en la penumbra de tu cuarto, con los ojos opacos, abiertos, buscando alguna luz para agarrarte de ella y no despeñarte en ese sueño recurrente, cómo me gustaría escuchar tu risa cantarina al compás de los chistes y ocurrencias que me brotaban imparables proporcionalmente a las latas de cerveza que abría en aquellos domingos familiares en lugar de sufrirte con tus quejidos suaves, soledosos, desamparados, tristes, que te provocan las tardes melancólicas.
Cómo quisiera volver a mi niñez para ser yo y no tú el que extiende la mano para apoyarse y dar los primeros pasos vacilantes, para llorar yo tus desamparos y tus miedos sin recato alguno por cualquier soledad que se atragante de repente, a las seis de la tarde; para que fuera a mi quien mi madre me diera de comer en la boca y me acariciara con esa mirada de amor indivisible y sempiterno con que te arropa cuando te sientes desvalido, para abrazarte sin la carcoma de abrazar a mi propia vejez, sin el miedo de imaginar que tu muerte me acerca cada vez más y sin remedio a mi propia muerte inevitable.
Como hubiera querido, que esta tarde hubieses estado aquí, viendo al monte, y el mar, en el terreno de la loma, padre.

Siento el calor del cigarrillo entre mis dedos, tiro la bachicha y veo el bote de cerveza repleto de bobitos borrachos, que viajan hiperactivos de la lata a mis ojos. Me tallo los ojos para espantarlos y me embarro una lágrima que temblaba indecisa, como el rocío en las hojas filosas de los paloadanes. Me levanto para orinar la levadura y caigo en cuenta que por alguna razón el monte se ha callado. A mis pies, tan solo se oye el ruido de los pinacates que siguen enfrascados en una batalla inacabable.

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