El TERRENO DE LA LOMA

Poesía, narrativa, cuentos


El sábado se nos oscureció más temprano que de costumbre en el terreno de la Loma. Apenas eran las tres de la tarde y los nubarrones prietos se levantaban como gruesas columnas de humo por atrás de los cerros del sur, amenazando con arropar a una ciudad semidormida que como débil reflejo de defensa, encendía las primeras farolas tratando de intimidar aquella tarde prematura.
Se alzaba el nuberío y se corría veloz hacia el poniente, con un escándalo de luces y truenos interiores, precedida por la algarabía del monte y una pared de viento y polvo que nos pegaba en la cara y luego silbaba por entre los cardones y las gobernadoras. Se metía hasta el tuétano el olor a orégano silvestre, tierra mojada y excremento reseco de animal montaraz y las palomas levantaban el vuelo con el reloj interno descompuesto por aquella oscuridad intempestiva.
Desde acá se divisaba la ciudad, defendiéndose de aquella capa terregosa que flotaba por encima del mar como una nata sucia y de vez en cuando nos enceguecía un estallido de luz y luego, lejano, como un eco, un estruendo increíble desgranaba el cielo en una llovizna suave, diluída, que rebotaba sobre las costras doradas de los torotes y luego resbalaba hacia la tierra impaciente y sedienta.
-Es un ciclón que viene- me dijo la Lulú, señalándome con el dedo una parvada de cientos de gaviotas que atravesaban la ciudad desorientadas para ir a buscar refugio en las islas cercanas.
-¡Noooo!- la interrumpo. Y de inmediato me doy cuenta que ya estoy poniendo la pinche cara de sabihondo, y luego me corrijo- yo creo que son las lluvias de temporada- le digo,- Estos pinches días de calor son los de siempre…
Suena el teléfono y es el Marión quien me habla.
-Es un ciclón que viene- me espeta, y de reojo miro a la Lulú que ya empieza a dibujar esa media sonrisa conocida- Está muy lejos todavía, pero están diciendo en la tele que parece que va estar gigantesco. Acá está lloviendo un chingo- y luego cuelga.
Veo a la ciudad, con su atmósfera ya deslavada por la lluvia, desdibujada ahora por una suave brisa que es la llovizna bañando los techados y el pavimento de las calles, y me imagino el agua chocolata bajando por las avenidas, desbocada hacia el Malecón, arrastrando consigo la arena y el olor de los arroyos; y me imagino también a un ejército de niños revoloteando como hormigas con alas, brincando semidesnudos y en calzones barrosos, desbordados de dicha y de alegría, con las caras manchadas de lodo o tirándose de panza, como ballenatos inocentes en aquel río de agua que es la calle inundada, y que les pasa por encima buscando desesperado llegar al mar a toda costa.
Siento, percibo, intuyo, el olor a chimangos que se levanta por el cielo y por las copas de los benjamines, revuelto con las humaredas y el olor a café de grano que los viejos preparan para sentarse en la banqueta y sorberse a tragos, lentamente, aquella tarde inesperada.
Vuelvo a la loma, acá el monte revive de verdor insolente. La llovizna amainó y miríadas de gotas colgadas de las hojas de los ciruelos y los palodearco reflejan el oro fundido con que el sol rebordea a las nubes ya blancas y limpias que lo ocultan apenas, transparentes. La tarde vuelve a su horario habitual, los perros se atisban en los reflejos de los charcos y luego desgañitándose, le ladran a una liebre empapada que se pierde entre el monte.
La Lulú se levanta, y en dos tazones de peltre sirve el café que vierte, solemne, de un termo. Sobre una desvencijada mesa desenvuelve una bolsa de papel de estraza y desenvaina dos empanadas de frijol.
Veo el monte otra vez y después la ciudad que blanquea a lo lejos, sorbo el café, abro un viejo libro que hace mucho escribí y que ahora releo:

Yo quería olvidarla y el cielo se hizo triste.
Se propuso arañarme el alma para reírse un rato y se vistió con los grises más extraños y más raros; desdibujó las siluetas de los árboles y las casas en la penumbra borrosa de una tarde precoz e inesperada y así estuvo, jodiéndome, oscureciéndome la voluntad de no correr a verla y buscarla, apretándome con esa garra el alma dolorida, y así estuvo…

Yo quería olvidarla; pero la luna me vio por entre alguna rendija, descuidado y absorto y me jugó la mala pasada de crecer en el cielo, de llenarlo con esa luz vasta y azul con que a veces sonríe, de perseguirme por los caminos y las veredas más difíciles, y me encontró hasta donde yo quise esconderme, con esa música luminosa con que la luna hace cantar a los grillos, a las ranas, a los sapotoros que se inflan en las riberas de los canales y los ríos, a los tecolotes que contemplen la luz con sus ojos de asombro.

Así estuvo, cegándome con ese resplandor que me quema los ojos, gozando cada vez que maldecía su nombre y sus besos y su manera de mirarme; esbozando una mueca burlona cada vez que veía temblar en mis ojos otra luz que me salía de adentro.

Yo quería olvidarla; pero a lo lejos, tras el cerro, se levantan los nubarrones y arrastran el olor a orégano de su cuerpo moreno que fue mío una tarde y una noche de lluvia y tantas veces…”


Cierro el libro. La ciudad ha vuelto a encender sus luces. El monte se oscurece y se duerme, esperando al chubasco que presiente a lo lejos.

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