El TERRENO DE LA LOMA

Poesía, narrativa, cuentos



El chubasco pasó a las tres de la mañana, rebordeando la península con su furia de cuatro grados, casi rozando la categoría cinco, pero yo no estuve en el terreno de la Loma esa madrugada, pues nos concentramos en el albergue desde temprano, y por la tarde, empezamos a recibir a los desamparados, a los pobres, a los campesinos jornaleros que fueron llegando dóciles, silenciosos, como empujados por los primeros ventarrones, con sus itacates y humildad amarrados sobre la espalda, ambos, juntos, inseparables, y se sentaron y esperaron, quietos, como sombras, que se les registrara y se les indicara el lugar donde pasar la noche.
Desde las primeras horas la gente se empezó a arremolinar en las tiendas, que figuraban hormigueros hirviendo, repletas de personas afiebradas por la necesidad de avituallarse hasta los tuétanos, de comprar lo inimaginable, espantados por el nubarrón que se les viene encima, corriendo de un lado a otro, impulsados por ese pánico desbocado en medio del gentío, abriendo huecos en aquella opacidad que hacía que los autos aminoraran la marcha y encendieran sus faros, previniendo a los transeúntes que se atravesaban por las calles como ciervos despavoridos, repitiendo puntualmente el ritual aquel de cada tiempo de aguas.
La gente se busca entre sí, siempre, en la víspera de cualquier circunstancia, ante una posible desgracia colectiva, ante un miedo de lo que no sé qué va a pasar, y se desborda de magnanimidad y de desprendimiento hacia sus seres más queridos.
Por eso, para las cinco de la tarde, todo mundo ya se encontraba arrellanado en los sillones de su sala o en las sillas de los comedores, en una juerga familiar de risas y chistoretes, dando cuenta de los sandwiches de jamón embarrados con mayonesa, o jugando a la baraja mientras escarmenaban en los platillos las papitas y los cacahuates, oyendo de reojo por la radio, los noticieros de un chubasco que cada vez más posponía su llegada a la ciudad que ya empezaba a oscurecerse.
Para las nueve de la noche, la ciudad comenzaba a dormitarse, con la alacena vacía y las estufas llenas de trastos con residuos de machaca y frijoles refritos, cansada de esperar, con sus habitantes resignados a pasar dormidos el vendaval y despertarse mañana muy temprano para descubrir que el huracán había pasado de largo y que ya azotaba con furia las playas de San Carlos y las calles ahora inundadas de Ciudad Constitución.
Con furor inaudito Jimena arrancó de cuajo los postes de la energía eléctrica, desprendió techos y paredes de las casa más desprotegidas, tumbó torres y desplazó pivotes centrales de los ranchos cercanos, inundó las calles barrosas desde siempre de aquella ciudad cincuentona; destruyó las carreteras y los caminos vecinales y luego siguió de paso, rumbo a Loreto y Santa Rosalía.
Me llegan las primeras imágenes por internet, del Valle y Cachanía destrozados, como zona de guerra, con las calle patas arriba, tapizadas con las piedras de los arroyos, anegadas de lodo, asolvadas como los ojos impávidos de aquéllos que contemplan incrédulos sus casas, sus calles, sus pertenencias despostilladas y desvencijadas, arrastradas sin compasión por el marasmo aquél de agua sucia que se metía a sus casas, desbocada.
Son caras de desamparo, de indefensión, de impotencia total, con miradas desahuciadas y trémulas. Cuánto tiempo, cuánto, para pegar un ladrillo tras otro, para sembrar y ver crecer los benjamines hoy derrumbados y marchitos, cuánto en volver a ser lo que antes se era.
Llego a la loma, después de varios días, sólo un almendro cortado con sus ramas heridas en el suelo pedregoso; por aquí solo huellas del agua que fue abriendo surcos y despeñándose loma abajo, por allá, perdido entre el breñal de los palodearcos, encima de la humedad de sus raíces, el canto de un sapo, repetitivo, terco, soledoso, al que no le contesta ni el monte ni la loma ni nadie.

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