El TERRENO DE LA LOMA

Poesía, narrativa, cuentos


Un chanate se posa sobre el cable de la acometida eléctrica y se queda quieto, como oteando los rumores del monte, sereno e imponente en su pequeña figura silenciosa; profundo como la negrura de sus plumas que apenas se balancean con el viento fresco de la playa. Aunque todavía es temporada de ciclones, la canícula huyó de la mano del último chubasco y los animales silvestres ventean en el aire las primeras señales de un invierno que todavía no llega pero ya adelanta las tardes y alarga las sombras prematuras de los cardones y los paloadanes.
Tres calandrias se mecen en las puntas más altas en el uña de gato después de haber bebido el agua de los goteros y luego vuelan en estampida rumbo al monte, perdiéndose como pequeños granos de oro brillantes que reverberan sobre un cielo grisáceo y percudido, espantadas por el aleteo silbante de las palomas aterrizando sobre la hierba que empieza a desteñirse sobre el terreno de la loma.
No sé si tú las ves, ensimismada, cómo se alejan brincoteando encima de las copas de los ciruelos; o si te has quedado entumecida para no espantar al correcaminos que te vigila con un ojo desde el montículo de piedras de la esquina mientras que con el otro marca la distancia entre su pico y los gusanos quemadores que se arrastran espantados para protegerse de la muerte entre la maraña de las bugambilias; o quizás aprovechas que aquí en el terreno se vale y se acostumbra que la mirada se deslice suavecito por la cuesta pedregosa de la loma mientras el pensamiento se va despeñando por la ladera de los recuerdos cristalinos, siguiendo la vaguada que las vivencias van dejando en el alma con el paso del tiempo.
Te sé, te presiento, te imagino, que estás viajando por ese tobogán resbaladizo hasta cruzar esa línea confusa de lo que tú recuerdas y lo que te contaron desde niña. Lo descubres, entre la bruma de la imaginación porque todavía no has nacido; te dibujas a ese hombre enorme ordenando enganchar la recua de mulas cargadas con canastas de orejones de mango, con jabas tejidas con varas de palo de arco, repletas de panocha de gajo, con jarrones llenos de dulce de papaya casi recién cocido y sacos con naranja agria y limones reales, en ese mediodía que se filtra a chispazos por entre las gigantescas ramas de aquellos mangos centenarios. Se levanta en el aire el polvo de las patas de las bestias al retobar por las correas de las riendas y se confunde con la romería de las voces de los arrieros y las risas de las mujeres que despiden a sus hombres, quienes con una mano golpean con una vara las ancas de las mulas para que sigan a aquél que va adelante, elegantemente encorvado sobre un tordillo saleroso que casi baila por la arena brillante del arrollo y con la otra, agitan el sombrero de palma para decir adiós a sus seres queridos.
Como en cámara lenta centras tu atención en el hombre grande. Sus ojos se entrecierran para filtrar la luz del sol que empieza su descenso entre los cerros y no alcanzas a ver en el fondo del pozo de esos ojos, la chispa soterrada de un dolor profundo y silencioso.
-Ora que vayas pa´ la Paz- le había dicho suave, como un susurro, su amigo más cercano, una tarde de malilla y conquián salpicada con tragos de brandy y cigarrillos, debajo del salate más grande de la huerta - a la mitad del trecho dejas que la peonada se siga pa´ delante; diles que te enfermaste, que luego los alcanzas, y te regreses pa´que llegues a tu casa entradita la noche, ora que hay luna llena.
Miras como sigue aventando las cartas con la misma parsimonia de siempre, y sólo le responde con aquella mirada más fría que el espejo del manantial cercano que se quiebra por el chorro del agua que brota desde el cerro y luego se desborda y corre embebiéndose en la arena blancuzca arroyo abajo.
Lo imaginas después de cuatro horas de camino, cabalgar solitario, desandando las ancadas de la bestia, recogiendo las huellas de ese dolor del alma que fue dejando tras su paso, escuchando a lo lejos los aullidos más tristes que nunca de los lobos hambrientos en el monte, alumbrando el camino con el tizón encendido de sus ojos y lo miras apearse del caballo, asegurar despacio la brida en la tranca que delimita la huerta plateada por la luna, lo observas quitarse las espuelas y fajarse en el cinto, por la espalda, la treinta y ocho aquélla que fuera regalo de su padre.
Lo sigues por la sequia huerta abajo, percibes el olor a guayaba pudriéndose en el suelo, y el leve siseo del viento atravesando los guamúchiles, escuchas el llanto de un bebé que amortigua el ruido de sus botas acercándose sigilosas a la puerta, pegadas al muro de piedra de la casa, y al igual que él, sientes como la luz de la luna entra como un viento helado de ultratumba al penetrar al interior de la morada.
Te das cuenta, con el llanto anudado en tu garganta como él persigue aquella sombra que abre de golpe la puerta del traspatio y se desliza como un fantasma sobre el baldío del terreno perfectamente iluminado, ves como es un blanco perfecto para la puntería infalible de ese hombre cuyos ojos de muerte se alinean sobre la mirilla del arma amartillada; un segundo entre la vida y la muerte, entre el perdón y la venganza, ente el hombre semidesnudo que brinca la tranca de madera y voltea hacia atrás con el rictus del miedo sobre su rostro pálido y entre el hombre que descubre, a la distancia, emblanquecidos por la luz mortecina de la luna, unos ojos que le suplican desde lejos, no me mates hermano, y que luego se diluyen y se pierden amparados por la negrura de la sombra de los naranjos y los aguacates.
Avanzas con él por el sendero de los años. Te fuiste dando cuenta cómo aquélla dulcísima mujer se dedicó a cuidar a sus sobrinos en desgracia por el abandono y el olvido, con esa misma ternura que se le fue anidando en los ojos al mirar al hombre aquél, huraño, herido, mutilado, al grado de inmolarse a sí misma en el fuego sempiterno del amor para compensar la afrenta consanguínea.
Te ves llegar al mundo después de todos tus hermanos, y mitigan tu llanto primerizo aquellos brazos grandes que te reciben tiernos, a pesar de su madura fortaleza, y te observan con esos ojos fijos, limpios de toda huella de rencor, de resquemor alguno, inundados por la paz que ha de ser sentirse bendecido por la vida con el amor de nueva cuenta, y sientes como si fuese ayer, como tu mano rolliza acaricia la barba blanca del hombre aquél que sólo te sonríe tiernamente.
Vuelves a verte, después de muchos años que aquélla dulcísima mujer hubiera fallecido buscando entre las sombras de la muerte la imagen del primero y único amor en su camino, con el dolor de dejarlo sólo de nuevo en este mundo, llorando el no haber vivido más para adorarlo lo que ella consideraba suficiente, con su nombre en los labios resecos por la fiebre, repitiéndolo una vez y otra vez hasta que apenas se escuchara como un murmullo moribundo, y te redescubres con tus hijas asiéndote de los olanes de la falda con sus manos pequeñas y asustadas, observando de lejos a ese mismo hombre grande que en su lecho mortuorio, te vuelve a acariciar a la distancia, con su sonrisa desdentada, con su mano huesuda que apenas alcanza, temblorosa, a insinuar un adiós y un para siempre, y luego lo escuchas exhalar el único gemido que quizá haya lanzado en su existencia. Ves un silencio pesado como piedra, y una lágrima triste, desteñida, soledosa, que resbala por la comisura de sus ojos y se derrama silenciosa. ¿Por qué lloras? Preguntas, y en esa pregunta te das cuenta que no sabes si el llanto de tu padre es por la dicha de volver a escuchar aquélla voz, como un susurro, de su amada llamándole, llamándole, o por el recuerdo ya casi centenario de aquél instante fugaz en que apartara su dedo del gatillo por culpa de esa brillantez que bañaba la huerta adormilada en esa noche de luna llena inolvidable.
¿Para qué te pregunto si ves la luna llena, esta luna que a pesar de la tarde todavía iluminando la bahía, ya hace rato se encaramó sobre los cerros? ¿Para qué te pregunto el porqué de esa lágrima pequeña que te reverbera entre los párpados, si ya sé que es muy común que sin sentirlo, se nos humedezcan los ojos de repente por el acoso pertinaz de los bobitos, o el esfuerzo de adivinar la ciudad a la distancia, o el polen que desgranan las plantas y la hierba, o el polvo de la tarde que brisea sobre los techos de las casas, o la luna crecida como plato que desde lejos nos destella en la pupila, o el mar, o el cielo, o cualquier milagro de la vida, acá en el terreno de la loma.


El huracán Patricia torció su camino hacia el Pacífico y se fue diluyendo poco a poco hasta desaparecer de los mapas hidrológicos como pequeñas volutas de algodón sobre un cielo limpio y despejado; pero tan sólo a una semana, la Tormenta Rick se transformó en un gigantesco huracán frente a las costas de Oaxaca y comenzó a dirigirse a paso acelerado hacia nosotros, pero con la intención de virar hacia el lado contrario que el de su predecesor, es decir, a pegarnos de lleno.
-Lo bueno que es el último- murmuró la Lulú, espulgando las hojas de los almendros para ver si de tanta humedad alguna plaga se había asentado en las nervaduras de los brotes más nuevos; enseguida, con la misma parsimonia de siempre siguió por todo el terreno revisando el tallo de las palmas arecas y la cascada verde de las malamadre que complacidas ayudaban a enraizar a sus pequeños vástagos sobre el terreno pedregoso; luego siguió revisando los abanicos de las palmeras wachintonas y la de los jacalosuchos encorvados, y la fronda de los laureles negros, y la de los nims temblorosos; y así hubiera seguido para siempre, empecinada en esa tarea minuciosa de no haber sido porque las aguas primerizas de ese nuevo chubasco empezaron a caer sobre la loma, harta de tanta humedad y tanta lluvia y la obligaron a refugiarse bajo el cobertizo de carrizos.
-Vino mi hermano- le dije, con mi voz opacada por el estruendo de la lluvia- me dijo que había leído la historia del globo y que había retrocedido el tiempo a través de ese nudo en la garganta. Luego me dio este sobre.
-Lo escribiste en el 2002 en un periódico- comentó.
Lo abro y entonces recuerdo claramente. Adentro, protegido por una bolsa de plástico arrugada, había un recorte periodístico.
“Tavito. Parece que todo el mundo ha decidido pasar frente a tu casa. Quiere llamar tu atención con su algarabía acostumbrada. Quiere que le sonrías, que te fijes en él, que veas sus piruetas al pasar, que escuches sus faramallas y sus pregones y sus ruidos de siempre y te dignes mirarlo, aunque sea un momento. Pasa tocando cláxones y sirenas y adrede abre escapes y eleva el volumen de un estéreo tocando a José Alfredo. Pasa el mundo, con el tropel de gritos y de risas de niños como tú, que te ven de reojo y no entienden, Tavito, todavía, el porqué los miras sin mirarlos; el porqué prefieres concentrarte en los cinco dedos de tu mano que te acercas, pegadito a los ojos, y en la pequeña palma de esa mano en la cual no existe ninguna línea que nos adelante qué vas a ser de grande.
Pasa el mundo pidiéndote perdón, con su mirada cabizbaja, arrastrando pies de hombres y mujeres viejos que caminan sin dirección alguna, sólo para pasearse por la poquita vida que les queda. Pasa, ciego de llorar de arrepentimiento, agitando su bastón en un eterna búsqueda por evadir ese profundo y oscuro pozo que no está enfrente suyo sino adentro.
Tavito. A tu madre no le gusta que te digan así, y te llama con nombre de hombre grande para que nadie sepa de esa confusa mezcla de amor y miedo de siempre verte niño que a veces le duele como espina. Ella habla contigo por las tardes, para hablarse a sí misa y dejar de asombrarse de ese amor distinto que empezó a sentir por ti después de aquél primer mes en que arribaste al mundo. Ella te susurra una canción para espantarte el miedo cuando dejas de brincar en tu bonlli para mirar a un mundo que nadie mira como tú, y lloras, con ese llanto desolado, mordiéndote los nudillos de tus dedos hasta casi sangrarlos, para ver si con ese ingenuo sacrificio, por tus pequeñas heridas se escapa el virus que te asaltó la vida, cuando apenas habías decidido abrir los ojos para decirles a todos que llegabas.
Llega tu padre y a distancia presientes su olor y su presencia. Estiras tus pies y te levantas sólo unos instantes para después dejar tu cuerpo de tres años sobre aquel bonlli resignado. Llega tu padre y tus ojos cambian y destellan y en esa luz profunda tu padre se despeña desnudo de los trajines de la vida, limpio de toda suciedad, de esa que se le va pegando a uno cuando transita el día. Contigo tu padre retrocede el tiempo; vuelve a ser niño igual que tú, y te habla en una jeringonza que entiendes perfectamente, porque no es la hilazón de las palabras lo que importa, sino la claridad del sentimiento.
Duermes, Tavito, con esa límpida paz que es no sentir miedo a la vida, con la ingenua ignorancia de temer hacerse viejo, con un futuro más luminoso que el resto de todos los humanos. Lucharás igual que todos, y mientras otros avancen corriendo por el mundo, tus triunfos serán dar un paso nuevo cada día y a tu modo, tu también pelearás como ellos, con tus propios monstruos y dragones y seguro, que con tu sonrisa entrecortada nos dirás a todos que en esa batalla saliste victorioso”
Con sumo cuidado doblé el recorte periodístico. Lo guardo en su sobre de plástico y luego busco la cara de Lulú. Ella entrecierra los ojos, como esforzándose por ver a lo lejos, la ciudad que apenas se divisa tras la cortina de la lluvia.

Imagen:de José Emilio Moreno Romero en http://www.artelista.com/obra/2635466626593004-laninadurmiendoiii.html



¿Ya más de 40 años? ¡Caramba! Apenas lo recuerdo. Creo que estaba en el último año de primaria. El bigote apenas se esbozaba en aquél rostro escuálido lleno de barros y espinillas al igual que aquella rebeldía inusitada ? ¿Fue el movimiento estudiantil del 68 la semilla que germinó en las mentes y los corazones de todos nosotros, los de entonces? ¿Quiénes somos ahora, los que estuvieron cerca, los que estuvimos lejos; los que nos vestimos de mezclilla porque es nuestra bandera de irredentos, los que de corbata y celular describirán en la TV con voz entrequebrada por el llanto sus vivencias cercana a esa tarde y esa noche de muerte? ¿Qué es lo que nos falta como para que sigamos acordándonos? ¿Qué es lo que nos sobra como para que los hayamos olvidado? ¿Dónde están aquéllos niños como nosotros que murieron con una estrella interrogándose en los ojos? ¿Por qué no fue suficiente su muerte para que nos hayamos redimido? ¿Quiénes somos más dueños de los recuerdos de aquellas multitudes como ríos desbordando la calle? ¿Quién son los que tienen más derecho a estremecerse al observar las fotos diluidas? ¿Quiénes son o quiénes fueron los responsables, quiénes? ¿Por qué la inocuidad de esas jóvenes muertes? ¿Qué tan culpables eres tú y lo soy yo de esos cuerpos tendidos en la frialdad del pavimento que aún reviven cada año, cada dos de octubre?
¿Qué servirá para exculparnos? ¿Un poema? ¿Una canción? ¿Un compromiso?
¡Vale, por lo que sea necesario!

Pasos que vienen rápidos,
carrera apresurada, violenta, sofocada
y el cuerpo cae al suelo
y en el suelo golpeada
hasta su misma sombra
con toletes estúpidos
con palabras cortadas
por la rabia asesina
Luego un disparo a secas
de repente, sin razones, de espalda
y en sus ojos la luz es una estrella
pequeña que se apaga
Y todo porque sobre aquél viejo
muro destruído,
con letra apretujada
sobre otras letras negras que dicen:
"Muera el pinche gobierno",
escribió: Te amo, Maula.




Mi madre se acerca cariñosa, menudita, a la cama de mi padre, postrado todavía, para ofrecerle un vaso con agua y un medicamento de las decenas de ellos que toma cada día, le pasa el brazo por la nuca y le levanta la cabeza. Hace esfuerzo, pues cada vez más mi padre es incapaz de soportar su propio cuerpo. Levanta su cabeza y lo medio sienta. Él abre los ojos, los desorbita para enfocar aquella imagen y traga el agua apenas, ahogándose; entonces llego yo para auxiliarle y él me observa, con el vidrio de sus ojos opacos, con el rostro apretado, con una mano temblorosa buscando en el vació, ¿Quién eres tú?- me pregunta-¿Quién eres tú?-repite, y luego se recuesta; entrecierra sus párpados, como para hurgar dentro de sí un recuerdo que lo conecte a ese rostro diluido, a esa cara de asombro que lo observa angustiado.
Aparto con mis pies el orinal a un lado de la cama y me acerco, le tomo de la mano, le pregunto, y él me busca, seguramente escarmena sus recuerdos volátiles, bucea en medio del dolor y persigue esos peces luminosos que se escapan. Aprieta mi mano como para adivinarme en aquella presión, me esculca los nudillos, los recorre, ventea mi olor que se confunde con el olor a ungüento, me vuelve a preguntar para descubrirme en el tono de voz de la respuesta, persigue el nombre de sus hijos, de todos, los baraja con el temor de errar y entonces creo que me encuentra. Si, ese soy yo, Padre, seguro. Ese niño que estas viendo, rollizo, que apenas balbucea y estira sus manitas para que lo tomes en los brazos, ése, al que le haces señales con los dedos de la mano desde lejos, ése soy yo, ni dudes. Ése con el pañal de tela hecho bolas en la entrepierna, estorbando sus primeros pasos inseguros; ése con la inocencia del mundo sonriendo en su boca chimuela. Exacto, padre, muy bien, ¿Ya ves que adivinaste? El que voló temprano de la casa, y aprendió a lo lejos, a escribir de rebeldía en los muros y de sueños en su guitarra soledosa, en aquéllas noches tristes, polvorientas, en las que mi madre y tú oraban por todos sus hijos con denuedo. Ese ateo, irredento, irrespetuoso, que ves allá en el terreno de la Loma, husmeando las estrellas entre lata y lata de cerveza; ése, que va escapándose como gotas de olvido por las ramas de tu memoria vacilante, ése soy yo mi viejo.

Sonríe. Se recuesta de nuevo y se va, a perseguirse a sí mismo en sus tiempos de infancia, a recorrer de nuevo sus propios caminos recorridos, a buscar a sus propios muertos bienamados en aquella paz que ha de ser el volver a vivir de nueva cuenta.
Llega mi nieta, se sienta junto a mi, observa al bisabuelo y luego calla. La miro. En sus ojos se asoma un miedo indescifrable. Se acurruca conmigo y yo la abrazo como queriendo protegerla y protegerme, como deseando detener el tiempo entre mis brazos.
¿Tú vas a estar así, abuelo?-me pregunta- y yo la abrazo más, para que en el aire quede la respuesta a su pregunta intempestiva, para no tener que decirle que sí, que tal vez pronto; un día llegarás a mi camastro y verás en el espejo asolvado de mis ojos el miedo a no encontrarte, el miedo a perderte para siempre, el temor a tocar tu mano y no poder adivinarte, y la soledad de tener que preguntar ¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú? un día, una tarde tal vez, cuando de repente llegues a mi casa y yo no te conozca…


Después de la lluvia, el suelo del terreno está tapizado de hierba tupidita como una alfombra, y entre ella, circulan con parsimonia una infinidad de pinacates negros que a veces se encuentran frente a frente y encontrándose, se ignoran y se cruzan por entre los tallos de las verdolagas, pero en otras ocasiones se ventean y se enredan en cruenta y vertiginosa batalla para después de un largo rato, seguir cada cual hacia su destino inimaginable y azaroso.
Una nube de bobitos se levanta de entre el yerberío y me siguen hacia donde vaya, como una estela de humo, obligándome a mantener los ojos entrecerrados y la boca apretada. El monte huele todavía a tierra mojada, a hierba húmeda, y su verdor insolente ha cubierto por completo las piedras pelonas de los cerros vecinos.
Hoy no voy a regar los árboles ni a hacer nada, sólo a desparramarme en la poltrona y encaramar los pies sobre un tronco seco de laurel. Hoy voy a encender un cigarrillo y aspirar de este viejo vicio retomado y divisar por entre las volutas de humo, el monte compacto y renovado. Este día no voy a rastrillar el follaje reseco ni hacerle cazuelas a los almendros y los tabachines; sólo voy a abrir una lata de cerveza y a pasear la mirada, siguiendo la curvatura del horizonte, viendo el mar que espejea, observando a la ciudad que ahora se me hace más lejana, apreciar apenas la serranía y atrás, más atrás, un cielo que blanquea desfallecido; voy a dejar que mi pensamiento ruede, libre, desbocado, sin dirección preestablecida, como el rumbo de los pinacates que pululan desorientados, después de la batalla.

Hoy hubiera querido que estuvieses aquí; como desde hace mucho tiempo que no lo haces; que reconocieras el monte que dejaste de ver desde que te atrapó esa somnolencia de niño desvalido, que te arrellanaras en ese sillón desvencijado como ahora te aferras a la silla de ruedas y soltaras tu mirada hacia el mar, hacia la ciudad, hacia el caserío de abajo, sintiendo esa paz que decías sentir al mirar a lo lejos y guardaras silencio, el silencio aquél, el de entonces, y no este silencio de miedo y desesperanza en el que ahora te sumerges; que te recostaras sobre el camastro de campaña sólo para apreciar a las auras que planean impávidas y resaltan su negrura bajo un nuberío blanco que se deslava por el viento de las tres de la tarde y que va desdibujando figuras imaginarias en el cielo, en lugar de que hoy estuvieras postrado a tu cama de siempre, viendo sin ver el cielo del techo de tu cuarto, dejando que pasen las horas sin saber por qué ni para qué, en una espera indescriptible de un no sé quién y un no sé cuándo.
Hoy hubiera querido echarte el brazo al hombro y mostrarte el color de los bisteces que se doraban chirriantes en el asador improvisado de ladrillos, en vez de que hoy tú me eches el brazo a mí, para poder caminar, trastabillante, unos cuantos pasos por tu casa.
Cómo habría deseado ver el cuajarón de luces de la ciudad titilando en tus ojos risueños para no adivinarte ahora en la penumbra de tu cuarto, con los ojos opacos, abiertos, buscando alguna luz para agarrarte de ella y no despeñarte en ese sueño recurrente, cómo me gustaría escuchar tu risa cantarina al compás de los chistes y ocurrencias que me brotaban imparables proporcionalmente a las latas de cerveza que abría en aquellos domingos familiares en lugar de sufrirte con tus quejidos suaves, soledosos, desamparados, tristes, que te provocan las tardes melancólicas.
Cómo quisiera volver a mi niñez para ser yo y no tú el que extiende la mano para apoyarse y dar los primeros pasos vacilantes, para llorar yo tus desamparos y tus miedos sin recato alguno por cualquier soledad que se atragante de repente, a las seis de la tarde; para que fuera a mi quien mi madre me diera de comer en la boca y me acariciara con esa mirada de amor indivisible y sempiterno con que te arropa cuando te sientes desvalido, para abrazarte sin la carcoma de abrazar a mi propia vejez, sin el miedo de imaginar que tu muerte me acerca cada vez más y sin remedio a mi propia muerte inevitable.
Como hubiera querido, que esta tarde hubieses estado aquí, viendo al monte, y el mar, en el terreno de la loma, padre.

Siento el calor del cigarrillo entre mis dedos, tiro la bachicha y veo el bote de cerveza repleto de bobitos borrachos, que viajan hiperactivos de la lata a mis ojos. Me tallo los ojos para espantarlos y me embarro una lágrima que temblaba indecisa, como el rocío en las hojas filosas de los paloadanes. Me levanto para orinar la levadura y caigo en cuenta que por alguna razón el monte se ha callado. A mis pies, tan solo se oye el ruido de los pinacates que siguen enfrascados en una batalla inacabable.



El chubasco pasó a las tres de la mañana, rebordeando la península con su furia de cuatro grados, casi rozando la categoría cinco, pero yo no estuve en el terreno de la Loma esa madrugada, pues nos concentramos en el albergue desde temprano, y por la tarde, empezamos a recibir a los desamparados, a los pobres, a los campesinos jornaleros que fueron llegando dóciles, silenciosos, como empujados por los primeros ventarrones, con sus itacates y humildad amarrados sobre la espalda, ambos, juntos, inseparables, y se sentaron y esperaron, quietos, como sombras, que se les registrara y se les indicara el lugar donde pasar la noche.
Desde las primeras horas la gente se empezó a arremolinar en las tiendas, que figuraban hormigueros hirviendo, repletas de personas afiebradas por la necesidad de avituallarse hasta los tuétanos, de comprar lo inimaginable, espantados por el nubarrón que se les viene encima, corriendo de un lado a otro, impulsados por ese pánico desbocado en medio del gentío, abriendo huecos en aquella opacidad que hacía que los autos aminoraran la marcha y encendieran sus faros, previniendo a los transeúntes que se atravesaban por las calles como ciervos despavoridos, repitiendo puntualmente el ritual aquel de cada tiempo de aguas.
La gente se busca entre sí, siempre, en la víspera de cualquier circunstancia, ante una posible desgracia colectiva, ante un miedo de lo que no sé qué va a pasar, y se desborda de magnanimidad y de desprendimiento hacia sus seres más queridos.
Por eso, para las cinco de la tarde, todo mundo ya se encontraba arrellanado en los sillones de su sala o en las sillas de los comedores, en una juerga familiar de risas y chistoretes, dando cuenta de los sandwiches de jamón embarrados con mayonesa, o jugando a la baraja mientras escarmenaban en los platillos las papitas y los cacahuates, oyendo de reojo por la radio, los noticieros de un chubasco que cada vez más posponía su llegada a la ciudad que ya empezaba a oscurecerse.
Para las nueve de la noche, la ciudad comenzaba a dormitarse, con la alacena vacía y las estufas llenas de trastos con residuos de machaca y frijoles refritos, cansada de esperar, con sus habitantes resignados a pasar dormidos el vendaval y despertarse mañana muy temprano para descubrir que el huracán había pasado de largo y que ya azotaba con furia las playas de San Carlos y las calles ahora inundadas de Ciudad Constitución.
Con furor inaudito Jimena arrancó de cuajo los postes de la energía eléctrica, desprendió techos y paredes de las casa más desprotegidas, tumbó torres y desplazó pivotes centrales de los ranchos cercanos, inundó las calles barrosas desde siempre de aquella ciudad cincuentona; destruyó las carreteras y los caminos vecinales y luego siguió de paso, rumbo a Loreto y Santa Rosalía.
Me llegan las primeras imágenes por internet, del Valle y Cachanía destrozados, como zona de guerra, con las calle patas arriba, tapizadas con las piedras de los arroyos, anegadas de lodo, asolvadas como los ojos impávidos de aquéllos que contemplan incrédulos sus casas, sus calles, sus pertenencias despostilladas y desvencijadas, arrastradas sin compasión por el marasmo aquél de agua sucia que se metía a sus casas, desbocada.
Son caras de desamparo, de indefensión, de impotencia total, con miradas desahuciadas y trémulas. Cuánto tiempo, cuánto, para pegar un ladrillo tras otro, para sembrar y ver crecer los benjamines hoy derrumbados y marchitos, cuánto en volver a ser lo que antes se era.
Llego a la loma, después de varios días, sólo un almendro cortado con sus ramas heridas en el suelo pedregoso; por aquí solo huellas del agua que fue abriendo surcos y despeñándose loma abajo, por allá, perdido entre el breñal de los palodearcos, encima de la humedad de sus raíces, el canto de un sapo, repetitivo, terco, soledoso, al que no le contesta ni el monte ni la loma ni nadie.


El sábado se nos oscureció más temprano que de costumbre en el terreno de la Loma. Apenas eran las tres de la tarde y los nubarrones prietos se levantaban como gruesas columnas de humo por atrás de los cerros del sur, amenazando con arropar a una ciudad semidormida que como débil reflejo de defensa, encendía las primeras farolas tratando de intimidar aquella tarde prematura.
Se alzaba el nuberío y se corría veloz hacia el poniente, con un escándalo de luces y truenos interiores, precedida por la algarabía del monte y una pared de viento y polvo que nos pegaba en la cara y luego silbaba por entre los cardones y las gobernadoras. Se metía hasta el tuétano el olor a orégano silvestre, tierra mojada y excremento reseco de animal montaraz y las palomas levantaban el vuelo con el reloj interno descompuesto por aquella oscuridad intempestiva.
Desde acá se divisaba la ciudad, defendiéndose de aquella capa terregosa que flotaba por encima del mar como una nata sucia y de vez en cuando nos enceguecía un estallido de luz y luego, lejano, como un eco, un estruendo increíble desgranaba el cielo en una llovizna suave, diluída, que rebotaba sobre las costras doradas de los torotes y luego resbalaba hacia la tierra impaciente y sedienta.
-Es un ciclón que viene- me dijo la Lulú, señalándome con el dedo una parvada de cientos de gaviotas que atravesaban la ciudad desorientadas para ir a buscar refugio en las islas cercanas.
-¡Noooo!- la interrumpo. Y de inmediato me doy cuenta que ya estoy poniendo la pinche cara de sabihondo, y luego me corrijo- yo creo que son las lluvias de temporada- le digo,- Estos pinches días de calor son los de siempre…
Suena el teléfono y es el Marión quien me habla.
-Es un ciclón que viene- me espeta, y de reojo miro a la Lulú que ya empieza a dibujar esa media sonrisa conocida- Está muy lejos todavía, pero están diciendo en la tele que parece que va estar gigantesco. Acá está lloviendo un chingo- y luego cuelga.
Veo a la ciudad, con su atmósfera ya deslavada por la lluvia, desdibujada ahora por una suave brisa que es la llovizna bañando los techados y el pavimento de las calles, y me imagino el agua chocolata bajando por las avenidas, desbocada hacia el Malecón, arrastrando consigo la arena y el olor de los arroyos; y me imagino también a un ejército de niños revoloteando como hormigas con alas, brincando semidesnudos y en calzones barrosos, desbordados de dicha y de alegría, con las caras manchadas de lodo o tirándose de panza, como ballenatos inocentes en aquel río de agua que es la calle inundada, y que les pasa por encima buscando desesperado llegar al mar a toda costa.
Siento, percibo, intuyo, el olor a chimangos que se levanta por el cielo y por las copas de los benjamines, revuelto con las humaredas y el olor a café de grano que los viejos preparan para sentarse en la banqueta y sorberse a tragos, lentamente, aquella tarde inesperada.
Vuelvo a la loma, acá el monte revive de verdor insolente. La llovizna amainó y miríadas de gotas colgadas de las hojas de los ciruelos y los palodearco reflejan el oro fundido con que el sol rebordea a las nubes ya blancas y limpias que lo ocultan apenas, transparentes. La tarde vuelve a su horario habitual, los perros se atisban en los reflejos de los charcos y luego desgañitándose, le ladran a una liebre empapada que se pierde entre el monte.
La Lulú se levanta, y en dos tazones de peltre sirve el café que vierte, solemne, de un termo. Sobre una desvencijada mesa desenvuelve una bolsa de papel de estraza y desenvaina dos empanadas de frijol.
Veo el monte otra vez y después la ciudad que blanquea a lo lejos, sorbo el café, abro un viejo libro que hace mucho escribí y que ahora releo:

Yo quería olvidarla y el cielo se hizo triste.
Se propuso arañarme el alma para reírse un rato y se vistió con los grises más extraños y más raros; desdibujó las siluetas de los árboles y las casas en la penumbra borrosa de una tarde precoz e inesperada y así estuvo, jodiéndome, oscureciéndome la voluntad de no correr a verla y buscarla, apretándome con esa garra el alma dolorida, y así estuvo…

Yo quería olvidarla; pero la luna me vio por entre alguna rendija, descuidado y absorto y me jugó la mala pasada de crecer en el cielo, de llenarlo con esa luz vasta y azul con que a veces sonríe, de perseguirme por los caminos y las veredas más difíciles, y me encontró hasta donde yo quise esconderme, con esa música luminosa con que la luna hace cantar a los grillos, a las ranas, a los sapotoros que se inflan en las riberas de los canales y los ríos, a los tecolotes que contemplen la luz con sus ojos de asombro.

Así estuvo, cegándome con ese resplandor que me quema los ojos, gozando cada vez que maldecía su nombre y sus besos y su manera de mirarme; esbozando una mueca burlona cada vez que veía temblar en mis ojos otra luz que me salía de adentro.

Yo quería olvidarla; pero a lo lejos, tras el cerro, se levantan los nubarrones y arrastran el olor a orégano de su cuerpo moreno que fue mío una tarde y una noche de lluvia y tantas veces…”


Cierro el libro. La ciudad ha vuelto a encender sus luces. El monte se oscurece y se duerme, esperando al chubasco que presiente a lo lejos.


Dicen que este 27 de agosto se podrán divisar dos lunas enormes en el cielo. El aviso llegó por correo electrónico de un crédulo ingenuo que no le basta una luna para tejer sus sueños, sino que quiere dos, brillando por entre los cerros, confundiendo a los peces con la brújula del sueño ya de por sí alterada cuando se filtra a través de la lisa superficie de ese espejo que es la bahía a medianoche y les esculca sin recato la intimidad de los arrecifes y las algas danzantes.
Cuando la Lulú supo la noticia en chinga alistó las lámparas de pilas, la cafetera de peltre y la talega de manta para colar café con la clara intención de arrellanarse en las poltronas del terreno y entre sorbos ruidosos de café de grano, divisar desde su mismo nacimiento el espectáculo aquél de dos enormes discos luminosos asomarse detrás del cerro de la Cacachila y desparramar su luz anaranjada sobre ese arenal de luces que es la ciudad dormida. En un mantel de tela de cuadros rojos encendidos acomodó con parsimonia un panguingui de tortillas de harina para dorarlas desde temprano en las brasas del asador, y así, alternar entre sorbos y masticadas, los suspiros que de seguro le arrancarán ese espejismo de plata opacando la luz de las estrellas.
Es un hoax,-le digo- un correo electrónico que se envía para sorprender a los incautos, una falsa alarma, una trampa por medio de la cual se desparraman virus en las computadoras, un ardid para apropiarse mediante cadenas interminables de la lista de contactos de aquéllos que abren los mensajes y luego los reenvían alarmados con la ansiedad de sorprender con la noticia a sus amistades electrónicas.
Se queda callada, envuelta en ese silencio con que me manifiesta que mi incredulidad a veces raya en lo profano, y entonces, como siempre, se sonríe, con esa media sonrisa con que me manda a la chingada.
-Imagínate- le digo- Marte está más allá del sol, lo leí en internet, y la luna ya llenó el día seis, ni modo que haya dos lunas llenas en agosto, y habrá luna llena otra vez hasta el cuatro del mes que viene. Ahora, imagínate- le repito con ínfulas de científico trasnochado- que de puñete, de un día para otro, sin que se hubiera divisado siquiera, el planeta Marte apareciera igual de grande que la luna, a un lado quizá, o tal vez primero una y luego el otro o viceversa, así de repente, como si alguien lo hubiese jalado desde los cincuenta y tantos millones de kilómetros en que se encontraba en la víspera y lo colocarán allí, cerquita, de manera que pudiésemos ver sus cráteres rojos, e imaginarnos, al contemplarlo embelesados, que también tiene la misma sonrisa de la luna…
Me detengo un poco, como fingiendo que leo un mensaje en la computadora, pero con el rabillo del ojo, atisbo algún gesto de la Lulú que me dé señales de convencimiento; que me dé alguna idea de que en el fondo me admira por lo chingón que a veces soy cuando yo quiero, pero nada, sigue metiendo en un recipiente de plástico un trozo congelado de frijol refrito para untarle a las tortillas tatemadas, y luego acomoda un par de mangos de San Bartolo que servirán de postre mientras aquellos mellizos siderales pasarán por encima de la loma.
-¿Te imaginas?- y mi voz se vuelve solemne, cavernosa, como para causarle miedo cuando menos- querrá decir que a esa velocidad con que Marte apareciera, no tardaría mucho en pegarse en la madre con nosotros, con la Tierra, pues, trayéndose de corbata a la luna en ese viaje suicida y sorprendente.
Como si le hubiese dado hambre en vez de miedo, la Lulú pone a un lado de los mangos una bolsita con guayabate y un pedazo de queso chillón, por si llegan visitas, y luego busca el repelente de mosquitos por aquello de que ahora anden más alborotados que nunca pues quizá presientan, como a la lluvia las hormigas, aquél fenómeno celeste.
Luego trae del patio trasero una hielera de unicel y va colocando con la parsimonia de siempre los mangos, el frijol, el queso, el guayabate, su inseparable bilai de toronja y me deja espacio suficiente para un ochito retacado de hielo.
-Aunque a las tres de la madrugada, dicen, Marte saldrá por el horizonte en dirección este, junto con la enorme estrella roja Aldebarán. Las dos luces rojas, ubicadas una al lado de la otra, parecerán dos misteriosos ojos que no parpadean siquiera en lo más oscuro de la noche- le digo, ya con mi voz domada, pensando más en la ruta que deberé seguir para comprar la cheve que en convencer a la Lulú de mis conocimientos astronómicos- pero de que habrá dos lunas en el cielo, te lo digo de una vez, no habrá ni madres.
-Me vale madres- me dice, hasta entonces, imaginándose ya huir de este sopor que se pasea por las calles de esta ciudad quemándose y sentarse, en la frescura montaraz de las seis de la tarde, a nada, sólo a desparramar su mirada por la loma que empieza a oscurecerse- Me vale madres, repite, si no salen dos, con una que salga es suficiente.


Hoy llegué más tarde al Terreno. Tengo una semana casi sin regar los rosales y plantas del jardín y eso es muy malo en estos días de canícula en que el calor abraza al monte y con su vaho de fuego hace bailar a los cardones que se desparraman por la ladera de la loma y el arroyo. Los cenzontles corren nerviosos para picotear el agua que se transpora por las paredes de la pila y luego vuelan y se posan en el tortuoso follaje de los uñadegato y sobre los paloadanes y le cantan a todo pulmón a la rojura en lontananza, hacia el monte, confundiendo con su silbos cambiantes a las palomas que gorjean sobre los alambres de la cerca.
Al frente y a lo lejos, allá abajo, la Ciudad asemeja un caimán que dormita perezoso sobre la arena de la playa, quieto, indiferente a las gaviotas que vuelan hacia la isla y a las auras que ventean desde las alturas, meciéndose en el coromuel que entra a la bahía. Al fondo la serranía recorta un cielo azul, casi blanco, limpio de toda nube y al que sube un murmullo muy lejos, muy suave, muy despacio, imperceptible casi, de una ciudad que se regocija con los primeras brisas de la tarde.
El monte presiente la tarde. Brincan las liebres sobre los garambullos y luego se paran en seco desparramando la mirada, sobre la loma, como si oyeran una música montaraz que los humanos estamos impedidos para oír. Los perros de las casas cercanas se corretean entre sí gustosos de verse liberados de la tortura del calor de los mediodías agobiantes, e ingenuos, persiguen a los tildillos que se esconden entre los embrollos de las gobernadoras. El mar es un espejo que refleja los picos altos de la serranía. Desde acá, de la loma, el sol no se mete al mar sino en el monte, tiñendo las pitayas de los cardones y entonces, estos, se van cubriendo de un verdor fuerte que hace resaltar su silueta sobre un fondo rosado del cual cuelgan cuajarones rojos que poco a poco se oscurecen.
Las arañas se preparan para tejer sus trampas de seda entre las agujas de los datlillos, coronados por un repollo blanco alargado y en la base de ellos, bajo las rocas embadurnadas de caliche, los escorpiones se alistan para la cacería vespertina.
Un olor a guayaba inunda el terreno y le da al monte un incompatible olor a huerta tropical todosanteña debido a la reventazón de los frutos en el suelo. Las cocoteras jóvenes aún, muy jóvenes, acarician a la ventisca que atraviesa modosita, invisible, risueña, todo lo largo del terreno y luego se aleja silbando por el arroyo abajo, más abajo, atravesando la carretera y desembocando ya con un murmullo desmayado en los salados manglares del Comitán.
En ese algún lado siempre indetectable en el que suelen los grillos pasar inadvertidos, ensayan éstos las primeras notas de su larga y monótona sinfonía amorosa y los zancudos practican sus primera piruetas silbantes por sobre mis orejas en actitud desafiante y descarada.
Las buganvilias tachonadas de flores matizadas forman un seto compacto que se alterna con los palodearco y allá lejos, detrás de aquel enorme vaso de agua que es la bahía, las luces de la ciudad comienzan a titilar como luciérnagas. Acá los tabachines y los olivos negros se reviven y beben sedientos de los goteros cadenciosos y el suelo gorgotea el agua y la evapora calmando esa sed desenfrenada. Los laureles elevan sus ramilletes de flores hacia el cielo, buscando presumir con los últimos rayos de luz ocre y alargan presuntuosos sus sombras por el terreno pedregoso.
Todavía hay luz en el cielo y sin embargo el lucero del atardecer precede a la luna que se elevará incendiando los picachos con una ámbar llamarada y su sonrisa ingenua será blanco de miles de miradas en aquel lucerío que se agranda y se aquieta.
Hoy la Lulú no vino conmigo, y como que la soledad es más impresionante en esta loma que ya se empieza a alumbrar con ese arenal de estrellas en el cielo, con la vía láctea que se va desplazando como impulsada por un viento nocturno en esa negrura sideral inacabable y por los aerolitos que rasgan el cielo de repente; en este terreno de esta loma en el que las luces de ese río de lava que es la ciudad cuando se enciende bañan la oscuridad que pareciera impenetrable, con esa misma belleza impresionante con que también se ilumina con la mismísima luz que proviene desde lo más lejano, que proviene desde los principios y desde los fondos de los tiempos.

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