Me había propuesto escribirte hasta que pase el tiempo de aguas; hasta que la lluvia se cansara de brincar sobre el terreno de la Loma y corriera desbocada por las cañadas anegadas de sahuaros y datillillos hasta perderse arroyo abajo. No quería confundir la nostalgia de escuchar las ráfagas de viento haciendo crujir los polines de la ramada y el milagro del cielo derrumbándose, con el dolor abisal de haberte perdido para siempre.
No quería llorar y que fuésemos dos, el cielo y yo lloviendo.
Quería seguir alargando tu presencia y venir aquí, al terreno, y abrir como siempre la lata de cerveza desparramando la mirada en la búsqueda inútil de una ciudad escondida tras la lluvia y adivinarte en tu camastro. Deseaba entretenerme con el retorno ineludible de los pinacates pululando sin rumbo por la hierba e imaginar que me llamarías cualquier minuto inesperado para decirme que me quieres.
Pretendía vagabundear como sonámbulo espulgando las ramas de las palmeras y los tabachines hasta que el atardecer me sorprendiera furtivo, entre los árboles, y que la música del monte agonizando me recordara que estabas vivo todavía.
Esperaba quedarme acá, y apreciar, recostado en mi desvencijada mecedora, cómo giraba ese casco tachonado de estrellas sobre el terreno de la Loma y sorprenderme hasta el hartazgo con el cuajarón del cielo amaneciendo, para luego llegar hasta tu casa.
Quería imaginarme que estarías aquí, y que con tu sombrerito estilo jipijapa y tu bastón tallado de caoba te llevara a mostrar los cogollos de los guayabos y los vástagos de los magueyes y las vainas de los palo de arco y los racimos dorados del ciruelo del monte y que tú caminaras vacilante, con tus pasos cortitos, atisbando por entre los jacalosuchos y las washingtonas a mi madre que te vigilaba impasible desde el cobertizo del terreno.
Deseaba recordarte con tu camiseta sabatina apolillada batiendo las fichas de dominó con fuerza, mientras tu mirada maliciosa nos amenazaba a todos los hermanos con ahorcarnos la mula que simulábamos no tener ingenuamente, deseaba admirarte más, acariciarte más con mis ojos y manos de púber despuntando, deseaba no haber vivido la vida tan aprisa y sin sentirlo como para haber imaginado que no serías para siempre; hubiera querido cantarte aquella canción que te gustaba sin que las lágrimas me aplastarán la voz en la garganta y haberte pedido perdón por lo que nunca pude ser y tú deseabas, por lo que nunca te pude dar y tú quisiste.
Deseaba recuperarte en el olor de carne asada dominguera que sube a la loma desde abajo, y mirarte a mi lado de repente, como cuando todavía podías ayudarme a voltear los bisteces.
Quería alargar el tiempo, e imaginarte sentado en el sillón más grande de tu casa, viendo a tu enorme descendencia, bailar, reir, gritar, en el jolgorio inacabable de aquellas fiestas navideñas.
Deseaba haber tenido el tiempo para haberte afeitado una vez más, y al hacerlo, vislumbrar en tus ojos el profundo amor que me tenías
Hubiera querido decirte que te quiero en el último instante, y que tú me hubieses contestado con la misma mirada de ternura con que saludabas a tus muertos recién llegados desde todos los rincones de tu vida y leerte las historias que escribí para ti en el terreno de la Loma y que todos leyeron menos tú, para poder espantarte el miedo irreductible.
Pero fue cosa de llegar acá después de haberte sepultado y escuchar el silencio del monte respetando tu muerte e imaginarte desamparado como nunca en una noche ajena y soledosa y sentir tu ausencia como brasa, como un tizón encendido dentro el alma, para entonces desbordarme incontinente, para dejar salir mi llanto desvalido, para enviarte un adiós definitivo y para siempre, sin pudor, sin recato y sin vergüenza de que mis hijas lloren a mi lado y el silencio de todas nuestras lágrimas empapen el terreno pedregoso de la Loma, sin que haya llegado aún el tiempo de aguas…
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