El TERRENO DE LA LOMA

Poesía, narrativa, cuentos



A veces piensas que el tiempo no pasa, pero pasa. De repente sientes que algo te falta y buscas y rebuscas sin poder definir a qué se debe ese vacío que te carcome suavemente. Te recuestas sobre el respaldo reclinable de tu sillón y echas tu cabeza hacia atrás, mirando sin ver los entrepaños del cielo raso de tu pequeña oficinita; vuelves a la pantalla de tu computadora y tus ojos se quedan fijos en el cursor que parpadea intermitente, como contando los segundos con que va transcurriendo aquella espera inexplicable; te asomas a los entresijos de los recuerdos para tratar de encontrar escondido algún pendiente que te esté magullando las paredes del alma y sólo encuentras en las entretelas de tu memoria el cielo rojinegro de un atardecer en el terreno de la Loma.
Oyes como si fuese a un lado tuyo la ráfaga de los aleteos de las calandrias serranas que se acomodan en los nidos de los olivos negros y el murmullo de la tarde que se va encaramando en la loma de enfrente. Divisas el cuajarón sanguinolento de un cielo falleciente detrás de las siluetas vasculares de las gobernadoras, enmarcadas por las enhiestas columnas enegrecidas de los sahuaros somnolientos y escuchas el silencio que va cundiendo, como eclipse lunar, como tumor celeste.
Te ves como observas impávido, impasible, que el día se recuesta sobre el terreno de la Loma, incapaz de sostener su cuerpo de luz desvencijado después del trajín insoportable. Apenas notas como los últimos jadeos del día hacen temblar sutilmente las frondas llorosas de los nims y los granados y luego se pasean tambaleantes, arrastrándose débilmente por el caliche del terreno, briseando con su aliento de muerte apenas perceptible, las hojas de los cocoteros y las wachintonas.
No quiere morir el día, sin embargo. Se resiste. Un grito viene de lejos, o un chillido de animal montaraz , o una canción que suena de repente, o una rama que cruje y cae al suelo atestado con el follaje de los laureles chinos o una conversación que llega montada en la punta del viento, y el día trata de adivinarlos a través de la gasa temblorosa del sueño para afianzarse de ellos, pero luego pasan de largo por enfrente del terreno y se van despeñando loma abajo, apagándose, hasta que el día deja de escucharlos porque se le han cerrado los párpados pesados como piedra.
Te descubres quieto, impotente, pasmado, atisbando por los pliegues de esa noche que está por empezar cómo de vez en cuando tose el día débilmente y expectora un esputo de luz que se desvanece de inmediato; afinas el oído para poder percibir como un susurro el resuello azogado del día que boquea sobre la tierra colorada, mientras en el fondo del terreno, el carcinoma de la noche ha empezado a arropar el follaje de las varas cenizas de los palo de arco amodorrados.
Intuyes que entre una y otra bocanada hace un recuento el día de sus horas fallidas; de cómo en el extremo opuesto del terreno, en medio de un albor insolente se divertía atrevido muy temprano, despertando con su rojura a un mundo adormecido; se carcajeaba sonriente tornasolando las hojas más altas de la bugambilias en los cercos y los terrados soñolientos; espabilaba con su risa jovial a los polluelos de los cenzontles y los carpinteros y retozaba espejeando a los lejos en una bahía azul marino; azuzaba a las chuparrosas que atisbaban en las corolas de los obeliscos y se redescubría en las celdillas de los ojos enormes de los cigarrones para después entretenerse desprendiendo la fruta de los ciruelos del monte y los guayabos.
Recuerda, crees tú, cómo atiborraba al monte con su risa estrambótica y hacía reventar a las pitahayas su rojura apetecible.
Pero ahora, apenas escuchas el respiro ya casi imperceptible de un moribundo que sólo ve hacia adentro, y el último aliento que escapa de su boca entreabierta y se desprende trémulo para anidarse en las ramas más alta de las uña de gato.
No ha muerto todavía, porque alcanzas a ver el destello de una pequeña lágrima que se desborda de sus ojos cerrados y se desliza por las profundas arrugas de su mejilla tibia todavía, en el último viaje hacia las hojas tiernas de las verdolagas que crecen ávidas sobre el terreno de la Loma.
Sí, pasa el tiempo como un suspiro, inevitable…

2 comentarios:

Muy buena reflexión profe, cuando esos momentos llegan, es hora de buscar a Dios, el llena todo vacío en nuestros corazones.

Dios Lo bendiga

Alex Trasviña

holaa!!

inevitable empezar la lectura y no terminarla!!!
y como siempre sin palabras...solo hay que dejar volar la imaginación y por un momento olvidarnos de el lugar donde nos encontramos.

maryy!!

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