El TERRENO DE LA LOMA

Poesía, narrativa, cuentos


La distancia hace que el tiempo se detenga. El mar desde acá se mira desteñido e inamovible y pareciera que la ciudad dormita la siesta de las tres de la tarde, recostada sin ansiedad alguna sobre su cuna de añil descolorido. Desde el terreno de la Loma la humanidad no existe y las siluetas desdibujadas de los edificios a lo lejos, y las casas que serpentean sobre las laderas de los cerros, asemejan escamas de alabastro en el lomo de algún animal adormilado. En el cielo plomizo y deslavado no se ve ninguna nube, ninguna aura meciéndose en la punta del viento, como si en las aves de rapiña el hambre no existiera o como si los hedores no tuvieran la capacidad de ascenso hacia los cielos.

Pareciera que la ciudad ha sido abandonada de improviso debido a la certeza de alguna peste inevitable, o por el presagio colectivo de que la muerte emergerá sin anunciarse de aquel mar en reposo, o que alguna maldición divina provendrá de los cielos y recaerá sobre todo ser en movimiento. Ningún ruido llega hasta acá. Sólo los sonidos del monte se pasean y se arremolinan en el terreno de la Loma, solamente los gemidos y los susurros de un monte que es inmune a los temores y las premoniciones corretean sin ningún recato por entre los rosales florecidos y luego vadean el arroyo cercano, brincoteando sobre las piedras recalentadas y la tierra reseca.

De vez en cuando, sí, algún grito lejano llega como un murmullo, algo que a veces parece un saludo intempestivo, o como una sonrisa cristalina que el viento cabrestea desde lejos entre los palvadanes y entonces la loma se calla, oteando como perro, tratando de ubicar la procedencia de aquel sonido extraño, pero luego renueva el griterío. Un carpintero picotea sobre la tapa de un tinaco demarcando con aquella matraca improvisada la parte del monte que le toca mientas las calandrias serranas apuran su trajín sobre el almendro para proveer a los polluelos insaciables y sobre las flores de las bugambilias un escuadrón de chuparrosas investigan con febril ansiedad dentro de las corolas perfumadas.

Una paloma gorgea sobre un cardón una triste canción que sobresale de los ruidos del monte y un pintillo rastrilla la hojarasca y luego se detiene espantado por el silbido de un quelele que pasa rasante sobre el cerco de alambre y las copas recién podadas de los palos de arco floreando de amarillo. Quizá sea una buena tarde para escribir, pienso, y luego me decido. Escribo.

Una parte de la ausencia es la distancia
y quizá la otra parte es el olvido
no estás del todo ausente, cuando lejos
mi amor vuela contigo
y nos estás tan presente cuando cerca
tu amor es un suspiro
Estoy pero no estoy, tránsfuga, herido,
no estás pero sí estas, esa es la esencia
el desamor, de nuevo te lo digo,
no es la otra cara del amor sino su ausencia…


¡Buenas Tardes!- Oigo una voz lejana y me imagino que el viento subió cuesta arriba, hasta acá, hasta la Loma, algún saludo vespertino desde el caserío de abajo, y vino y lo puso detrás de mis orejas como para jugarme una mala pasada. Levanto la vista para mirar el mar que va cobrando un azul más intenso y la luz de la tarde que apenas va empezando comienza a dibujar cicatrices y protuberancias sobre las montañas y los cerros.

¡Buenas tardes, amigo!- La voz está más cerca y caigo en cuenta que el monte se ha callado de repente. El pájaro azul que revoloteaba en los ciruelos se posó sobre la rama de uno de ellos y se quedó estático mientras que los cenzontles que sólo hace un instante, se llamaban unos a otros con sus trompetas estridentes, desaparecieron entre los ramadales, temerosos, y el mismo viento dejó de tumbar las hojas secas de los olivos negros para luego arremolinarlas sobre el caliche del terreno y se retiró hacia la loma de enfrente para desde allá divisarme con sus ojos de asombro.

Usted disculpe- me dijo- el portón está abierto de par en par y como no me escuchaba tuve el atrevimiento de pasarle, mi amigo.

Jadeaba un poco quizá por el esfuerzo de subir la cuesta de la loma, o porque el sol abrazaba sin clemencia, ahora más que el viento se había revelado y se entretenía entre los garambullos y los datilillos de la loma cercana y mientras caminaba hacia mí, escudriñaba el verdor de las enredaderas y el colorido insolente de los laureles recostados sobre el cerco y los ciruelos del monte tapizados de fruta y el oro fundido en las corolas de los obeliscos, y a modo de pañuelo, con el dedo índice de su mano izquierda, sobre el cual destellaba un anillo de enorme aguamarina, se rascaba el sudor que le escurría entre los ojos y luego lo restregaba sobre la pierna de su pantalón de fino corte. Desparramó su mirada sobre el mar, y fue recorriendo con los ojos entrecerrados , la fina silueta de la serranía, desde una punta a la otra, y entonces observé por un segundo, como la seguridad de aquel hombre, su desfachatez al caminar, la soltura de sus manos al saludarme y al alisarse el bigote recién pintado y recortado, se apocaban ante la belleza de aquella ciudad que parecía flotar entre el cielo y el mar.

Tiene una vista hermosa, amigo. ¿No vende el terreno?- preguntó, y siguió paseando su mirada entre las bugambilias desmayadas de tanto sol.

Le dije que no, que había hecho este lugar para venir a diario con el único fin de que el cielo y el mar me causaran el mismo asombro que a él le habían provocado; que a veces vengo acá a recontar mis vivos y a revivir mis muertos, a tumbarme en esa poltrona y dejarme mecer con el viento de las tres de la tarde, que por alguna razón ahorita se ha escapado, que corro de la ciudad en cuanto percibo el olor a orégano de los cerros cercanos y a la tierra mojada de los mezquites en el monte, aunque sólo sea para mirar de lejos la cortina imposible de la lluvia; que acampo en este lugar una o dos tardes cada veintiocho días sólo para quedarme impávido ante la emoción de cada plenilunio, que llego aquí de madrugada para escuchar la canción renovada que el mundo le compone a la vida cada día y sobre todo a mirar la ciudad, amigo, como ahorita, mire verá, le dije, como muerta en el tiempo, como suspendida y soledosa e imaginar que allá, que adentro de ese caimán adormilado hay alguien que debe estar agonizando, tragando desesperado, las últimas bocanadas de la vida, o dos que se están amando y que se buscan sin tener la esperanza de encontrarse, o alguien que está naciendo y le berrea al mundo para que el mundo se entere que ha llegado, o dos que se están olvidando y olvidándose, se rascan las costras del desamor otrora llagas vivas, o alguien que está pensando suicidarse frente al mar porque se imagina que todos los poetas debieran de morir de esa manera, o quien nace al amor después del llanto, o de alguna o alguno encadenado a su escritorio, en una oficina gris y solitaria que sueña con un pedazo de playa y un trozo de mar y un poco de amor en su existencia.

-Sí- asintió- o cuántos que piensan en matar por amor, locos de celos, o cuántos que no han conocido el amor, menos los sueños, pero caminan por la vida imaginándose el amor, como espejismo…-y se dejó caer sobre el sofá desvencijado, con la mirada fija en aquella ciudad como de espuma, quizá tratando de buscarse en ella y no encontrarse. Vuelve a restregarse los ojos como para secarse un sudor inexistente. Suspira muy profundo, fija por un momento su mirada en una iguana que sestea sobre el tronco dorado de un torote y como si no la hubiese visto me pregunta -¡Escribe usted poemas?- Escribo- ¿Puedo?- Puede- le dije, y leyó.

… y en este acontecer siempre furtivo
en que se va perdiendo la esperanza
y la ausencia se suma a la distancia
la muerte definitiva es el olvido.


Yo antes solía escribir- susurró quedamente, y ahora sus ojos seguían el camino de mochomos que serpenteaban por entre las verdolagas cenicientas y se perdían en los recovecos de las piedras. A lo lejos, el viento se entretenía en la loma de enfrente, levantando en remolinos las ramas resecas de las gobernadoras, desesperado por venir a jugar con los racimos blancos de los jacalosuchos.

-Era joven, tenía muchos sueños, también podía emocionarme con los atardeceres y en las noches escribía poemas de amor y rebeldía. A menudo el día se asombraba de encontrarme con los ojos abiertos, inyectados en sangre e inflamados y la boca reseca por tanto humo de cigarrillo y tantos sueños locos, que rodaban despeñándose uno tras otro por la cuesta inevitable de la noche. Me iba al mar y me recostaba en la playa sin más cobija que el arenal de estrellas en el cielo, y sin más guitarra que el alfabeto entre mis labios le cantaba a ése y a todos los mares, canciones de amor desesperadas. Buscaba el amor como buscar el Santo Grial y sufría por no poder hallarlo, por no poder descubrirlo en la cara triste de la luna ni en las balaustradas empapadas de lluvia. La lluvia, ¡Ah, la lluvia, mi amigo! No sabe usted cuántas veces anduve caminando por las calles empedradas resbalosas de tanta lluvia, husmeando entre su cortina danzante las luces de las farolas solitarias, escuchando su canción monorítmica en los galpones y los techos de las casas a oscuras, caminado con las manos en los bolsillos y en el alma una soledad humedecida.

Entonces escribía poemas de soledad, amigo, y conforme iba envejeciendo, la soledad se me hizo recurrente. Como un fantasma me tocaba la puerta a las seis de la tarde, y luego se paseaba por la casa supervisando el polvo de los muebles con aquellos dedos mortecinos; ponía la mesa para dos y compartía callada la cena frugal de cada día, siguiendo, desde el extremo opuesto de la mesa, con sus ojos sin brillo como un pozo asolvado, el rito imperturbable de comer despacio y en silencio. Luego se acostaba conmigo, liviana, suspendida, para no interrumpir el noticiero de las diez de la noche, esperando paciente que el sueño me venciera para quitarme los anteojos y colocarlos con cuidado amoroso a un costado de la almohada. A veces, me despertaba algún grito lejano en medio de la noche, como una risa quizá, o como un gemido de placer que venía de lejos y luego se perdía por la calle como el ulular de una ambulancia acarreando a sus muertos, y allí estaba a mi lado, como una muerta impasible, extendida a lo largo del otro lado de la cama, sin respirar siquiera, pero omnipresente en ese vacío inacabable de la noche. Yo nunca pude amarla, sabe, ni nunca pude estirar mi mano para tratar de acariciarla en las noches escuetas. Por el contrario, la detestaba tanto que a menudo me levantaba jadeante y me vestía a toda prisa, sin mirarla siquiera, ignorando esa luminiscencia transparente recostada en la cama que me seguía desde el fondo por todos los rincones de mi cuarto, a no sentir en mis espaldas esa mirada fría cuando cerraba el pestillo de la puerta, a ser omiso a ese silencio penetrante que era el llamado suyo como para pedirme que volviera, a concentrar mi mirada en los perros que hurgaban entre los botes de basura en las calles desiertas, para no darme cuenta de reojo cómo ella se asomaba mansamente a través de los cristales oscuros de las oscuras ventanas de la casa. Y entonces me refugiaba en un bar y escribía poemas, largos poemas, tristes, melancólicos, soledosos poemas; y así hubiera podido seguir escribiendo hasta otro día de no ser que llegaban mis amigos, los sueños, con su tropel desbocado, iluminando con sus descaradas risotadas la soledad de la cantina, tarareando canciones de amor desentonadas, pegándome eufóricas palmadas en la espalda, leyendo mis poemas en voz alta y alzando las copas estridentes para brindar por ellos, discutiendo acaloradamente unos con otros, a punto de llegar hasta los golpes, sobre la existencia del amor, augurándome algunos, con la voz ahogada por la risa y los efectos del alcohol, que ya verás amigo, que llegará el amor que tanto necesitas y entonces no volverás a vernos, ni siquiera volverás a buscarnos, andarás con los bigotes del alma embijados de tanta felicidad y tanto amor que ni siquiera te acordarás de tus amigos. Y yo salía de aquel bar de mala muerte a plena madrugada, trastabillando en el espejo de la calle a volver con mi muerta y a morirme como ella hasta ya muy entrada la mañana.

Y llegó el amor, quién sabe cómo, amigo, y dejé de sufrir. No sé si una tarde lo encontré en unos ojos que miraban al mar sin esperanza, o en una noche de bohemia, cuando leía unos poemas y al levantar la vista al auditorio me tope sin remedio con unos cuajarones azules escudriñando mi alma, o en aquella pregunta inocente en una librería sempiterna de oiga señor, disculpe, ¿será bueno este libro de Mario Benedetti? El caso es que el amor entró por una puerta con su olor a cuerpo recién bañado inundando la estancia, con su suave murmullo de mariposas coloridas, corriendo las cortinas de par en par para que el día entrara como un golpe de luz por las ventanas, y por otra puerta salió la soledad, huyendo como perro asustado por siempre y para siempre; trepando como ladrón furtivo por el muro del traspatio, llevándose consigo, en esa huída de mar que se retira, el ocre hedor a las bachichas de cigarro regadas por el suelo y ese olor a humedad empedernida. Desde entonces yo soy feliz, amigo. El amor se adentró en mis recovecos y extirpó como si fueran carcinomas todos mis sufrimientos; fue raspando sin piedad las conejeras que la soledad había tejido en mis adentros y arrancó de cuajo las raíces minerales del miedo y en su lugar se fue enraizando la enredadera del amor.

¿Se imagina, mi amigo?, Ya no eran mis ojos dos ascuas ardiendo a medianoche, sino que ahora eran nuestros cuerpos dos velas encendidas aunque estuviésemos dormidos; ya no eran los susurros de amor los que llegaban de otra parte sino que ahora eran los nuestros , los propios, que se quedaban anclados como boyas a los pies de la cama aún mucho después de habernos diluido en el éter del sueño; era despertar antes que el día para sentir en mi cuerpo entrelazado, fuertemente, el amor como raíz de ceiba, contemplándome con ojos de deseo inagotable; era escuchar la lluvia resbalar por los chaflanes de los techos vecinos y entonar su canción sobre los helechos y las malamadres y sonar en el adoquín de mi banqueta al mismo ritmo que aquella respiración agotada, suave, derrumbada, recostada sobre mi pecho y que a veces remataba con un suspiro enamorado desde el mismo fondo de los sueños.

Así pues, amigo, con esa energía inusitada, con ese brío incontenible, me prometí no permitir jamás sentirme solo, a no dejar volver la soledad, a no dejar crecer de nuevo esa llaga maldita, y entonces luché por conservar el amor con un denuedo inagotable. Desempeñé todos los tra-bajos que pueda usted imaginarse para llevar la comodidad a aquella casa que fue creciendo más y más; al grado que podíamos caminar media mañana por ella, dando gritos, sin poder encontrarnos; de sol a sol, amigo, de labriego, de chalán, de escribano, de todo, hasta encontrarme a veces la medianoche en oficinas solitarias; teniendo que salir a toda prisa sin percibir que la luna llena me seguía a todas partes, o maldiciendo a los perros que se gruñían a sí mismos en los charcos y que se atravesaban en la calle, todo para llegar como una sombra a mi recamara y acostarme quieto, reposado, pasmado ante la belleza de aquel eclipse lunar que era ese cuerpo tendido como barcaza en la bahía. Luego, como por arte de magia el amor creció, hasta reproducirse en dos, tres, cuatro críos que alborotaban por los pasillos con su jerigonza incomprensible, durmiéndose entre mis brazos en su sueño inocente y entonces tuve que redoblar mis esfuerzos para proveer lo necesario y todavía más. No sé si tuve suerte, amigo, o si fue la tenacidad que da el buscar un futuro promisorio, o el desear para todos los míos lo mejor de la vida, o quizá el miedo a la vejez que a veces me husmeaba en los espejos de la casa, pero el caso es que me llené de tal comodidad que a veces se parecía a la riqueza y por extraño que parezca, esa hambre de tener más nunca amainó. Ya ve amigo, soy muy feliz. A tal grado que a veces, en las tardes me siento para intentar agradecerle a la vida con un poema fresco como si fuese una flor recién abierta, o en las noches emborrono cuartillas con garabatos ilegibles que intentan ser poemas hablando del amor, pero luego caigo en cuenta que el amor está ahí, cosa de alzar los ojos, de estirar la mano mansamente, para recibir como respuesta otra mano buscándome, y unos ojos azules divisándome por entre las entretelas de la noche y unos labios apaciguados esperándome, y entonces sé que ya no tengo tiempo para escribir como solía, que ya no puedo escribir aunque quisiera porque ahora tengo casi todo lo que quiero y lo que quiero y me toca ahora es ser feliz.

Y sus amigos? – le pregunté- ¿Los sueños?- inquirió- Si- le respondí- No lo sé. Viejos borrachos, han de ser –me contestó- ya no volví a buscarlos. Tiempo me falta para ser feliz.

Y entonces mirando sorprendido su Rolex de oro, se levantó como impulsado por algún resorte imaginario y miró hacia el mar buscando tal vez descubrir algún pendiente en aquella ciudad que bostezaba. Se despidió de mi con sus dos manos, como si hubiésemos sido amigos desde lejos y yo lo fui acompañando hasta el portón y desde allí, recargado sobre uno de los pilares de ladrillo encendí un cigarrillo, para seguirlo con la mirada cuesta abajo, pegado al celular, con su risa estruendosa rodando junto a él hasta el caserío donde su lujoso coche lo esperaba.

Escucho un aleteo a mis espaldas. Es un quelele que levanta el vuelo con una lagartija que se retuerce en su pico de acero; el viento mece con fuerza las enormes hojas de las palmeras cocoteras y hace revolotear en las alturas, como si fuesen blancas mariposas, las semillas aladas de los geranios sonrosados y luego en vuelo rasante por el suelo, deja al descubierto una pareja de pinacates que se hacían la ronda del amor en la hojarasca.

Aquí está de nuevo el griterío, la música del monte que se había pasmado, regresando a la loma, la danza púrpura de los rosales florecidos y la nieve pertinaz de los jacalosuchos haciendo cantar de alegría hasta las palomas que antes gorgeaban su tristeza, mientras allá abajo, a los lejos, el hombre avanza lentamente y detrás de él , como una nata pesada, lo va siguiendo el silencio como un perro.

3 comentarios:

Hola!!
Buenos Días....
es bueno empezar el día leyendo algo que te despeje la mente, siempre hace k vuele la imaginación y con ganas de estar ahi en ese momento jejeje!!!!
cuando habla del amorr...aahh!! k bonito!!!
saludos profe.. se le extraña!!!!
atte:
maryy.

Me gusto hermanito, todo lo que relatas deja volar tu imaginación, me imagino tu bello terreno de la Loma. Escribe mas poemas y publicalos para leerlos me gustan..
te quiero un abrazo y un beso.

Me ha gustado mucho como escribe. Con su permiso lo seguire.

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