La distancia hace que el tiempo se detenga. El mar desde acá se mira desteñido e inamovible y pareciera que la ciudad dormita la siesta de las tres de la tarde, recostada sin ansiedad alguna sobre su cuna de añil descolorido. Desde el terreno de la Loma la humanidad no existe y las siluetas desdibujadas de los edificios a lo lejos, y las casas que serpentean sobre las laderas de los cerros, asemejan escamas de alabastro en el lomo de algún animal adormilado. En el cielo plomizo y deslavado no se ve ninguna nube, ninguna aura meciéndose en la punta del viento, como si en las aves de rapiña el hambre no existiera o como si los hedores no tuvieran la capacidad de ascenso hacia los cielos.
Pareciera que la ciudad ha sido abandonada de improviso debido a la certeza de alguna peste inevitable, o por el presagio colectivo de que la muerte emergerá sin anunciarse de aquel mar en reposo, o que alguna maldición divina provendrá de los cielos y recaerá sobre todo ser en movimiento. Ningún ruido llega hasta acá. Sólo los sonidos del monte se pasean y se arremolinan en el terreno de la Loma, solamente los gemidos y los susurros de un monte que es inmune a los temores y las premoniciones corretean sin ningún recato por entre los rosales florecidos y luego vadean el arroyo cercano, brincoteando sobre las piedras recalentadas y la tierra reseca.
De vez en cuando, sí, algún grito lejano llega como un murmullo, algo que a veces parece un saludo intempestivo, o como una sonrisa cristalina que el viento cabrestea desde lejos entre los palvadanes y entonces la loma se calla, oteando como perro, tratando de ubicar la procedencia de aquel sonido extraño, pero luego renueva el griterío. Un carpintero picotea sobre la tapa de un tinaco demarcando con aquella matraca improvisada la parte del monte que le toca mientas las calandrias serranas apuran su trajín sobre el almendro para proveer a los polluelos insaciables y sobre las flores de las bugambilias un escuadrón de chuparrosas investigan con febril ansiedad dentro de las corolas perfumadas.
Una paloma gorgea sobre un cardón una triste canción que sobresale de los ruidos del monte y un pintillo rastrilla la hojarasca y luego se detiene espantado por el silbido de un quelele que pasa rasante sobre el cerco de alambre y las copas recién podadas de los palos de arco floreando de amarillo. Quizá sea una buena tarde para escribir, pienso, y luego me decido. Escribo.
Una parte de la ausencia es la distancia
y quizá la otra parte es el olvido
no estás del todo ausente, cuando lejos
mi amor vuela contigo
y nos estás tan presente cuando cerca
tu amor es un suspiro
Estoy pero no estoy, tránsfuga, herido,
no estás pero sí estas, esa es la esencia
el desamor, de nuevo te lo digo,
no es la otra cara del amor sino su ausencia…
¡Buenas Tardes!- Oigo una voz lejana y me imagino que el viento subió cuesta arriba, hasta acá, hasta la Loma, algún saludo vespertino desde el caserío de abajo, y vino y lo puso detrás de mis orejas como para jugarme una mala pasada. Levanto la vista para mirar el mar que va cobrando un azul más intenso y la luz de la tarde que apenas va empezando comienza a dibujar cicatrices y protuberancias sobre las montañas y los cerros.
¡Buenas tardes, amigo!- La voz está más cerca y caigo en cuenta que el monte se ha callado de repente. El pájaro azul que revoloteaba en los ciruelos se posó sobre la rama de uno de ellos y se quedó estático mientras que los cenzontles que sólo hace un instante, se llamaban unos a otros con sus trompetas estridentes, desaparecieron entre los ramadales, temerosos, y el mismo viento dejó de tumbar las hojas secas de los olivos negros para luego arremolinarlas sobre el caliche del terreno y se retiró hacia la loma de enfrente para desde allá divisarme con sus ojos de asombro.
Usted disculpe- me dijo- el portón está abierto de par en par y como no me escuchaba tuve el atrevimiento de pasarle, mi amigo.
Jadeaba un poco quizá por el esfuerzo de subir la cuesta de la loma, o porque el sol abrazaba sin clemencia, ahora más que el viento se había revelado y se entretenía entre los garambullos y los datilillos de la loma cercana y mientras caminaba hacia mí, escudriñaba el verdor de las enredaderas y el colorido insolente de los laureles recostados sobre el cerco y los ciruelos del monte tapizados de fruta y el oro fundido en las corolas de los obeliscos, y a modo de pañuelo, con el dedo índice de su mano izquierda, sobre el cual destellaba un anillo de enorme aguamarina, se rascaba el sudor que le escurría entre los ojos y luego lo restregaba sobre la pierna de su pantalón de fino corte. Desparramó su mirada sobre el mar, y fue recorriendo con los ojos entrecerrados , la fina silueta de la serranía, desde una punta a la otra, y entonces observé por un segundo, como la seguridad de aquel hombre, su desfachatez al caminar, la soltura de sus manos al saludarme y al alisarse el bigote recién pintado y recortado, se apocaban ante la belleza de aquella ciudad que parecía flotar entre el cielo y el mar.
Tiene una vista hermosa, amigo. ¿No vende el terreno?- preguntó, y siguió paseando su mirada entre las bugambilias desmayadas de tanto sol.
Le dije que no, que había hecho este lugar para venir a diario con el único fin de que el cielo y el mar me causaran el mismo asombro que a él le habían provocado; que a veces vengo acá a recontar mis vivos y a revivir mis muertos, a tumbarme en esa poltrona y dejarme mecer con el viento de las tres de la tarde, que por alguna razón ahorita se ha escapado, que corro de la ciudad en cuanto percibo el olor a orégano de los cerros cercanos y a la tierra mojada de los mezquites en el monte, aunque sólo sea para mirar de lejos la cortina imposible de la lluvia; que acampo en este lugar una o dos tardes cada veintiocho días sólo para quedarme impávido ante la emoción de cada plenilunio, que llego aquí de madrugada para escuchar la canción renovada que el mundo le compone a la vida cada día y sobre todo a mirar la ciudad, amigo, como ahorita, mire verá, le dije, como muerta en el tiempo, como suspendida y soledosa e imaginar que allá, que adentro de ese caimán adormilado hay alguien que debe estar agonizando, tragando desesperado, las últimas bocanadas de la vida, o dos que se están amando y que se buscan sin tener la esperanza de encontrarse, o alguien que está naciendo y le berrea al mundo para que el mundo se entere que ha llegado, o dos que se están olvidando y olvidándose, se rascan las costras del desamor otrora llagas vivas, o alguien que está pensando suicidarse frente al mar porque se imagina que todos los poetas debieran de morir de esa manera, o quien nace al amor después del llanto, o de alguna o alguno encadenado a su escritorio, en una oficina gris y solitaria que sueña con un pedazo de playa y un trozo de mar y un poco de amor en su existencia.
-Sí- asintió- o cuántos que piensan en matar por amor, locos de celos, o cuántos que no han conocido el amor, menos los sueños, pero caminan por la vida imaginándose el amor, como espejismo…-y se dejó caer sobre el sofá desvencijado, con la mirada fija en aquella ciudad como de espuma, quizá tratando de buscarse en ella y no encontrarse. Vuelve a restregarse los ojos como para secarse un sudor inexistente. Suspira muy profundo, fija por un momento su mirada en una iguana que sestea sobre el tronco dorado de un torote y como si no la hubiese visto me pregunta -¡Escribe usted poemas?- Escribo- ¿Puedo?- Puede- le dije, y leyó.
… y en este acontecer siempre furtivo
en que se va perdiendo la esperanza
y la ausencia se suma a la distancia
la muerte definitiva es el olvido.
Yo antes solía escribir- susurró quedamente, y ahora sus ojos seguían el camino de mochomos que serpenteaban por entre las verdolagas cenicientas y se perdían en los recovecos de las piedras. A lo lejos, el viento se entretenía en la loma de enfrente, levantando en remolinos las ramas resecas de las gobernadoras, desesperado por venir a jugar con los racimos blancos de los jacalosuchos.
-Era joven, tenía muchos sueños, también podía emocionarme con los atardeceres y en las noches escribía poemas de amor y rebeldía. A menudo el día se asombraba de encontrarme con los ojos abiertos, inyectados en sangre e inflamados y la boca reseca por tanto humo de cigarrillo y tantos sueños locos, que rodaban despeñándose uno tras otro por la cuesta inevitable de la noche. Me iba al mar y me recostaba en la playa sin más cobija que el arenal de estrellas en el cielo, y sin más guitarra que el alfabeto entre mis labios le cantaba a ése y a todos los mares, canciones de amor desesperadas. Buscaba el amor como buscar el Santo Grial y sufría por no poder hallarlo, por no poder descubrirlo en la cara triste de la luna ni en las balaustradas empapadas de lluvia. La lluvia, ¡Ah, la lluvia, mi amigo! No sabe usted cuántas veces anduve caminando por las calles empedradas resbalosas de tanta lluvia, husmeando entre su cortina danzante las luces de las farolas solitarias, escuchando su canción monorítmica en los galpones y los techos de las casas a oscuras, caminado con las manos en los bolsillos y en el alma una soledad humedecida.
Entonces escribía poemas de soledad, amigo, y conforme iba envejeciendo, la soledad se me hizo recurrente. Como un fantasma me tocaba la puerta a las seis de la tarde, y luego se paseaba por la casa supervisando el polvo de los muebles con aquellos dedos mortecinos; ponía la mesa para dos y compartía callada la cena frugal de cada día, siguiendo, desde el extremo opuesto de la mesa, con sus ojos sin brillo como un pozo asolvado, el rito imperturbable de comer despacio y en silencio. Luego se acostaba conmigo, liviana, suspendida, para no interrumpir el noticiero de las diez de la noche, esperando paciente que el sueño me venciera para quitarme los anteojos y colocarlos con cuidado amoroso a un costado de la almohada. A veces, me despertaba algún grito lejano en medio de la noche, como una risa quizá, o como un gemido de placer que venía de lejos y luego se perdía por la calle como el ulular de una ambulancia acarreando a sus muertos, y allí estaba a mi lado, como una muerta impasible, extendida a lo largo del otro lado de la cama, sin respirar siquiera, pero omnipresente en ese vacío inacabable de la noche. Yo nunca pude amarla, sabe, ni nunca pude estirar mi mano para tratar de acariciarla en las noches escuetas. Por el contrario, la detestaba tanto que a menudo me levantaba jadeante y me vestía a toda prisa, sin mirarla siquiera, ignorando esa luminiscencia transparente recostada en la cama que me seguía desde el fondo por todos los rincones de mi cuarto, a no sentir en mis espaldas esa mirada fría cuando cerraba el pestillo de la puerta, a ser omiso a ese silencio penetrante que era el llamado suyo como para pedirme que volviera, a concentrar mi mirada en los perros que hurgaban entre los botes de basura en las calles desiertas, para no darme cuenta de reojo cómo ella se asomaba mansamente a través de los cristales oscuros de las oscuras ventanas de la casa. Y entonces me refugiaba en un bar y escribía poemas, largos poemas, tristes, melancólicos, soledosos poemas; y así hubiera podido seguir escribiendo hasta otro día de no ser que llegaban mis amigos, los sueños, con su tropel desbocado, iluminando con sus descaradas risotadas la soledad de la cantina, tarareando canciones de amor desentonadas, pegándome eufóricas palmadas en la espalda, leyendo mis poemas en voz alta y alzando las copas estridentes para brindar por ellos, discutiendo acaloradamente unos con otros, a punto de llegar hasta los golpes, sobre la existencia del amor, augurándome algunos, con la voz ahogada por la risa y los efectos del alcohol, que ya verás amigo, que llegará el amor que tanto necesitas y entonces no volverás a vernos, ni siquiera volverás a buscarnos, andarás con los bigotes del alma embijados de tanta felicidad y tanto amor que ni siquiera te acordarás de tus amigos. Y yo salía de aquel bar de mala muerte a plena madrugada, trastabillando en el espejo de la calle a volver con mi muerta y a morirme como ella hasta ya muy entrada la mañana.
Y llegó el amor, quién sabe cómo, amigo, y dejé de sufrir. No sé si una tarde lo encontré en unos ojos que miraban al mar sin esperanza, o en una noche de bohemia, cuando leía unos poemas y al levantar la vista al auditorio me tope sin remedio con unos cuajarones azules escudriñando mi alma, o en aquella pregunta inocente en una librería sempiterna de oiga señor, disculpe, ¿será bueno este libro de Mario Benedetti? El caso es que el amor entró por una puerta con su olor a cuerpo recién bañado inundando la estancia, con su suave murmullo de mariposas coloridas, corriendo las cortinas de par en par para que el día entrara como un golpe de luz por las ventanas, y por otra puerta salió la soledad, huyendo como perro asustado por siempre y para siempre; trepando como ladrón furtivo por el muro del traspatio, llevándose consigo, en esa huída de mar que se retira, el ocre hedor a las bachichas de cigarro regadas por el suelo y ese olor a humedad empedernida. Desde entonces yo soy feliz, amigo. El amor se adentró en mis recovecos y extirpó como si fueran carcinomas todos mis sufrimientos; fue raspando sin piedad las conejeras que la soledad había tejido en mis adentros y arrancó de cuajo las raíces minerales del miedo y en su lugar se fue enraizando la enredadera del amor.
¿Se imagina, mi amigo?, Ya no eran mis ojos dos ascuas ardiendo a medianoche, sino que ahora eran nuestros cuerpos dos velas encendidas aunque estuviésemos dormidos; ya no eran los susurros de amor los que llegaban de otra parte sino que ahora eran los nuestros , los propios, que se quedaban anclados como boyas a los pies de la cama aún mucho después de habernos diluido en el éter del sueño; era despertar antes que el día para sentir en mi cuerpo entrelazado, fuertemente, el amor como raíz de ceiba, contemplándome con ojos de deseo inagotable; era escuchar la lluvia resbalar por los chaflanes de los techos vecinos y entonar su canción sobre los helechos y las malamadres y sonar en el adoquín de mi banqueta al mismo ritmo que aquella respiración agotada, suave, derrumbada, recostada sobre mi pecho y que a veces remataba con un suspiro enamorado desde el mismo fondo de los sueños.
Así pues, amigo, con esa energía inusitada, con ese brío incontenible, me prometí no permitir jamás sentirme solo, a no dejar volver la soledad, a no dejar crecer de nuevo esa llaga maldita, y entonces luché por conservar el amor con un denuedo inagotable. Desempeñé todos los tra-bajos que pueda usted imaginarse para llevar la comodidad a aquella casa que fue creciendo más y más; al grado que podíamos caminar media mañana por ella, dando gritos, sin poder encontrarnos; de sol a sol, amigo, de labriego, de chalán, de escribano, de todo, hasta encontrarme a veces la medianoche en oficinas solitarias; teniendo que salir a toda prisa sin percibir que la luna llena me seguía a todas partes, o maldiciendo a los perros que se gruñían a sí mismos en los charcos y que se atravesaban en la calle, todo para llegar como una sombra a mi recamara y acostarme quieto, reposado, pasmado ante la belleza de aquel eclipse lunar que era ese cuerpo tendido como barcaza en la bahía. Luego, como por arte de magia el amor creció, hasta reproducirse en dos, tres, cuatro críos que alborotaban por los pasillos con su jerigonza incomprensible, durmiéndose entre mis brazos en su sueño inocente y entonces tuve que redoblar mis esfuerzos para proveer lo necesario y todavía más. No sé si tuve suerte, amigo, o si fue la tenacidad que da el buscar un futuro promisorio, o el desear para todos los míos lo mejor de la vida, o quizá el miedo a la vejez que a veces me husmeaba en los espejos de la casa, pero el caso es que me llené de tal comodidad que a veces se parecía a la riqueza y por extraño que parezca, esa hambre de tener más nunca amainó. Ya ve amigo, soy muy feliz. A tal grado que a veces, en las tardes me siento para intentar agradecerle a la vida con un poema fresco como si fuese una flor recién abierta, o en las noches emborrono cuartillas con garabatos ilegibles que intentan ser poemas hablando del amor, pero luego caigo en cuenta que el amor está ahí, cosa de alzar los ojos, de estirar la mano mansamente, para recibir como respuesta otra mano buscándome, y unos ojos azules divisándome por entre las entretelas de la noche y unos labios apaciguados esperándome, y entonces sé que ya no tengo tiempo para escribir como solía, que ya no puedo escribir aunque quisiera porque ahora tengo casi todo lo que quiero y lo que quiero y me toca ahora es ser feliz.
Y sus amigos? – le pregunté- ¿Los sueños?- inquirió- Si- le respondí- No lo sé. Viejos borrachos, han de ser –me contestó- ya no volví a buscarlos. Tiempo me falta para ser feliz.
Y entonces mirando sorprendido su Rolex de oro, se levantó como impulsado por algún resorte imaginario y miró hacia el mar buscando tal vez descubrir algún pendiente en aquella ciudad que bostezaba. Se despidió de mi con sus dos manos, como si hubiésemos sido amigos desde lejos y yo lo fui acompañando hasta el portón y desde allí, recargado sobre uno de los pilares de ladrillo encendí un cigarrillo, para seguirlo con la mirada cuesta abajo, pegado al celular, con su risa estruendosa rodando junto a él hasta el caserío donde su lujoso coche lo esperaba.
Escucho un aleteo a mis espaldas. Es un quelele que levanta el vuelo con una lagartija que se retuerce en su pico de acero; el viento mece con fuerza las enormes hojas de las palmeras cocoteras y hace revolotear en las alturas, como si fuesen blancas mariposas, las semillas aladas de los geranios sonrosados y luego en vuelo rasante por el suelo, deja al descubierto una pareja de pinacates que se hacían la ronda del amor en la hojarasca.
Aquí está de nuevo el griterío, la música del monte que se había pasmado, regresando a la loma, la danza púrpura de los rosales florecidos y la nieve pertinaz de los jacalosuchos haciendo cantar de alegría hasta las palomas que antes gorgeaban su tristeza, mientras allá abajo, a los lejos, el hombre avanza lentamente y detrás de él , como una nata pesada, lo va siguiendo el silencio como un perro.
No quería llorar y que fuésemos dos, el cielo y yo lloviendo.
Quería seguir alargando tu presencia y venir aquí, al terreno, y abrir como siempre la lata de cerveza desparramando la mirada en la búsqueda inútil de una ciudad escondida tras la lluvia y adivinarte en tu camastro. Deseaba entretenerme con el retorno ineludible de los pinacates pululando sin rumbo por la hierba e imaginar que me llamarías cualquier minuto inesperado para decirme que me quieres.
Pretendía vagabundear como sonámbulo espulgando las ramas de las palmeras y los tabachines hasta que el atardecer me sorprendiera furtivo, entre los árboles, y que la música del monte agonizando me recordara que estabas vivo todavía.
Esperaba quedarme acá, y apreciar, recostado en mi desvencijada mecedora, cómo giraba ese casco tachonado de estrellas sobre el terreno de la Loma y sorprenderme hasta el hartazgo con el cuajarón del cielo amaneciendo, para luego llegar hasta tu casa.
Quería imaginarme que estarías aquí, y que con tu sombrerito estilo jipijapa y tu bastón tallado de caoba te llevara a mostrar los cogollos de los guayabos y los vástagos de los magueyes y las vainas de los palo de arco y los racimos dorados del ciruelo del monte y que tú caminaras vacilante, con tus pasos cortitos, atisbando por entre los jacalosuchos y las washingtonas a mi madre que te vigilaba impasible desde el cobertizo del terreno.
Deseaba recordarte con tu camiseta sabatina apolillada batiendo las fichas de dominó con fuerza, mientras tu mirada maliciosa nos amenazaba a todos los hermanos con ahorcarnos la mula que simulábamos no tener ingenuamente, deseaba admirarte más, acariciarte más con mis ojos y manos de púber despuntando, deseaba no haber vivido la vida tan aprisa y sin sentirlo como para haber imaginado que no serías para siempre; hubiera querido cantarte aquella canción que te gustaba sin que las lágrimas me aplastarán la voz en la garganta y haberte pedido perdón por lo que nunca pude ser y tú deseabas, por lo que nunca te pude dar y tú quisiste.
Deseaba recuperarte en el olor de carne asada dominguera que sube a la loma desde abajo, y mirarte a mi lado de repente, como cuando todavía podías ayudarme a voltear los bisteces.
Quería alargar el tiempo, e imaginarte sentado en el sillón más grande de tu casa, viendo a tu enorme descendencia, bailar, reir, gritar, en el jolgorio inacabable de aquellas fiestas navideñas.
Deseaba haber tenido el tiempo para haberte afeitado una vez más, y al hacerlo, vislumbrar en tus ojos el profundo amor que me tenías
Hubiera querido decirte que te quiero en el último instante, y que tú me hubieses contestado con la misma mirada de ternura con que saludabas a tus muertos recién llegados desde todos los rincones de tu vida y leerte las historias que escribí para ti en el terreno de la Loma y que todos leyeron menos tú, para poder espantarte el miedo irreductible.
Pero fue cosa de llegar acá después de haberte sepultado y escuchar el silencio del monte respetando tu muerte e imaginarte desamparado como nunca en una noche ajena y soledosa y sentir tu ausencia como brasa, como un tizón encendido dentro el alma, para entonces desbordarme incontinente, para dejar salir mi llanto desvalido, para enviarte un adiós definitivo y para siempre, sin pudor, sin recato y sin vergüenza de que mis hijas lloren a mi lado y el silencio de todas nuestras lágrimas empapen el terreno pedregoso de la Loma, sin que haya llegado aún el tiempo de aguas…
A veces piensas que el tiempo no pasa, pero pasa. De repente sientes que algo te falta y buscas y rebuscas sin poder definir a qué se debe ese vacío que te carcome suavemente. Te recuestas sobre el respaldo reclinable de tu sillón y echas tu cabeza hacia atrás, mirando sin ver los entrepaños del cielo raso de tu pequeña oficinita; vuelves a la pantalla de tu computadora y tus ojos se quedan fijos en el cursor que parpadea intermitente, como contando los segundos con que va transcurriendo aquella espera inexplicable; te asomas a los entresijos de los recuerdos para tratar de encontrar escondido algún pendiente que te esté magullando las paredes del alma y sólo encuentras en las entretelas de tu memoria el cielo rojinegro de un atardecer en el terreno de la Loma.
Oyes como si fuese a un lado tuyo la ráfaga de los aleteos de las calandrias serranas que se acomodan en los nidos de los olivos negros y el murmullo de la tarde que se va encaramando en la loma de enfrente. Divisas el cuajarón sanguinolento de un cielo falleciente detrás de las siluetas vasculares de las gobernadoras, enmarcadas por las enhiestas columnas enegrecidas de los sahuaros somnolientos y escuchas el silencio que va cundiendo, como eclipse lunar, como tumor celeste.
Te ves como observas impávido, impasible, que el día se recuesta sobre el terreno de la Loma, incapaz de sostener su cuerpo de luz desvencijado después del trajín insoportable. Apenas notas como los últimos jadeos del día hacen temblar sutilmente las frondas llorosas de los nims y los granados y luego se pasean tambaleantes, arrastrándose débilmente por el caliche del terreno, briseando con su aliento de muerte apenas perceptible, las hojas de los cocoteros y las wachintonas.
No quiere morir el día, sin embargo. Se resiste. Un grito viene de lejos, o un chillido de animal montaraz , o una canción que suena de repente, o una rama que cruje y cae al suelo atestado con el follaje de los laureles chinos o una conversación que llega montada en la punta del viento, y el día trata de adivinarlos a través de la gasa temblorosa del sueño para afianzarse de ellos, pero luego pasan de largo por enfrente del terreno y se van despeñando loma abajo, apagándose, hasta que el día deja de escucharlos porque se le han cerrado los párpados pesados como piedra.
Te descubres quieto, impotente, pasmado, atisbando por los pliegues de esa noche que está por empezar cómo de vez en cuando tose el día débilmente y expectora un esputo de luz que se desvanece de inmediato; afinas el oído para poder percibir como un susurro el resuello azogado del día que boquea sobre la tierra colorada, mientras en el fondo del terreno, el carcinoma de la noche ha empezado a arropar el follaje de las varas cenizas de los palo de arco amodorrados.
Intuyes que entre una y otra bocanada hace un recuento el día de sus horas fallidas; de cómo en el extremo opuesto del terreno, en medio de un albor insolente se divertía atrevido muy temprano, despertando con su rojura a un mundo adormecido; se carcajeaba sonriente tornasolando las hojas más altas de la bugambilias en los cercos y los terrados soñolientos; espabilaba con su risa jovial a los polluelos de los cenzontles y los carpinteros y retozaba espejeando a los lejos en una bahía azul marino; azuzaba a las chuparrosas que atisbaban en las corolas de los obeliscos y se redescubría en las celdillas de los ojos enormes de los cigarrones para después entretenerse desprendiendo la fruta de los ciruelos del monte y los guayabos.
Recuerda, crees tú, cómo atiborraba al monte con su risa estrambótica y hacía reventar a las pitahayas su rojura apetecible.
Pero ahora, apenas escuchas el respiro ya casi imperceptible de un moribundo que sólo ve hacia adentro, y el último aliento que escapa de su boca entreabierta y se desprende trémulo para anidarse en las ramas más alta de las uña de gato.
No ha muerto todavía, porque alcanzas a ver el destello de una pequeña lágrima que se desborda de sus ojos cerrados y se desliza por las profundas arrugas de su mejilla tibia todavía, en el último viaje hacia las hojas tiernas de las verdolagas que crecen ávidas sobre el terreno de la Loma.
Sí, pasa el tiempo como un suspiro, inevitable…
Un chanate se posa sobre el cable de la acometida eléctrica y se queda quieto, como oteando los rumores del monte, sereno e imponente en su pequeña figura silenciosa; profundo como la negrura de sus plumas que apenas se balancean con el viento fresco de la playa. Aunque todavía es temporada de ciclones, la canícula huyó de la mano del último chubasco y los animales silvestres ventean en el aire las primeras señales de un invierno que todavía no llega pero ya adelanta las tardes y alarga las sombras prematuras de los cardones y los paloadanes.
Tres calandrias se mecen en las puntas más altas en el uña de gato después de haber bebido el agua de los goteros y luego vuelan en estampida rumbo al monte, perdiéndose como pequeños granos de oro brillantes que reverberan sobre un cielo grisáceo y percudido, espantadas por el aleteo silbante de las palomas aterrizando sobre la hierba que empieza a desteñirse sobre el terreno de la loma.
No sé si tú las ves, ensimismada, cómo se alejan brincoteando encima de las copas de los ciruelos; o si te has quedado entumecida para no espantar al correcaminos que te vigila con un ojo desde el montículo de piedras de la esquina mientras que con el otro marca la distancia entre su pico y los gusanos quemadores que se arrastran espantados para protegerse de la muerte entre la maraña de las bugambilias; o quizás aprovechas que aquí en el terreno se vale y se acostumbra que la mirada se deslice suavecito por la cuesta pedregosa de la loma mientras el pensamiento se va despeñando por la ladera de los recuerdos cristalinos, siguiendo la vaguada que las vivencias van dejando en el alma con el paso del tiempo.
Te sé, te presiento, te imagino, que estás viajando por ese tobogán resbaladizo hasta cruzar esa línea confusa de lo que tú recuerdas y lo que te contaron desde niña. Lo descubres, entre la bruma de la imaginación porque todavía no has nacido; te dibujas a ese hombre enorme ordenando enganchar la recua de mulas cargadas con canastas de orejones de mango, con jabas tejidas con varas de palo de arco, repletas de panocha de gajo, con jarrones llenos de dulce de papaya casi recién cocido y sacos con naranja agria y limones reales, en ese mediodía que se filtra a chispazos por entre las gigantescas ramas de aquellos mangos centenarios. Se levanta en el aire el polvo de las patas de las bestias al retobar por las correas de las riendas y se confunde con la romería de las voces de los arrieros y las risas de las mujeres que despiden a sus hombres, quienes con una mano golpean con una vara las ancas de las mulas para que sigan a aquél que va adelante, elegantemente encorvado sobre un tordillo saleroso que casi baila por la arena brillante del arrollo y con la otra, agitan el sombrero de palma para decir adiós a sus seres queridos.
Como en cámara lenta centras tu atención en el hombre grande. Sus ojos se entrecierran para filtrar la luz del sol que empieza su descenso entre los cerros y no alcanzas a ver en el fondo del pozo de esos ojos, la chispa soterrada de un dolor profundo y silencioso.
-Ora que vayas pa´ la Paz- le había dicho suave, como un susurro, su amigo más cercano, una tarde de malilla y conquián salpicada con tragos de brandy y cigarrillos, debajo del salate más grande de la huerta - a la mitad del trecho dejas que la peonada se siga pa´ delante; diles que te enfermaste, que luego los alcanzas, y te regreses pa´que llegues a tu casa entradita la noche, ora que hay luna llena.
Miras como sigue aventando las cartas con la misma parsimonia de siempre, y sólo le responde con aquella mirada más fría que el espejo del manantial cercano que se quiebra por el chorro del agua que brota desde el cerro y luego se desborda y corre embebiéndose en la arena blancuzca arroyo abajo.
Lo imaginas después de cuatro horas de camino, cabalgar solitario, desandando las ancadas de la bestia, recogiendo las huellas de ese dolor del alma que fue dejando tras su paso, escuchando a lo lejos los aullidos más tristes que nunca de los lobos hambrientos en el monte, alumbrando el camino con el tizón encendido de sus ojos y lo miras apearse del caballo, asegurar despacio la brida en la tranca que delimita la huerta plateada por la luna, lo observas quitarse las espuelas y fajarse en el cinto, por la espalda, la treinta y ocho aquélla que fuera regalo de su padre.
Lo sigues por la sequia huerta abajo, percibes el olor a guayaba pudriéndose en el suelo, y el leve siseo del viento atravesando los guamúchiles, escuchas el llanto de un bebé que amortigua el ruido de sus botas acercándose sigilosas a la puerta, pegadas al muro de piedra de la casa, y al igual que él, sientes como la luz de la luna entra como un viento helado de ultratumba al penetrar al interior de la morada.
Te das cuenta, con el llanto anudado en tu garganta como él persigue aquella sombra que abre de golpe la puerta del traspatio y se desliza como un fantasma sobre el baldío del terreno perfectamente iluminado, ves como es un blanco perfecto para la puntería infalible de ese hombre cuyos ojos de muerte se alinean sobre la mirilla del arma amartillada; un segundo entre la vida y la muerte, entre el perdón y la venganza, ente el hombre semidesnudo que brinca la tranca de madera y voltea hacia atrás con el rictus del miedo sobre su rostro pálido y entre el hombre que descubre, a la distancia, emblanquecidos por la luz mortecina de la luna, unos ojos que le suplican desde lejos, no me mates hermano, y que luego se diluyen y se pierden amparados por la negrura de la sombra de los naranjos y los aguacates.
Avanzas con él por el sendero de los años. Te fuiste dando cuenta cómo aquélla dulcísima mujer se dedicó a cuidar a sus sobrinos en desgracia por el abandono y el olvido, con esa misma ternura que se le fue anidando en los ojos al mirar al hombre aquél, huraño, herido, mutilado, al grado de inmolarse a sí misma en el fuego sempiterno del amor para compensar la afrenta consanguínea.
Te ves llegar al mundo después de todos tus hermanos, y mitigan tu llanto primerizo aquellos brazos grandes que te reciben tiernos, a pesar de su madura fortaleza, y te observan con esos ojos fijos, limpios de toda huella de rencor, de resquemor alguno, inundados por la paz que ha de ser sentirse bendecido por la vida con el amor de nueva cuenta, y sientes como si fuese ayer, como tu mano rolliza acaricia la barba blanca del hombre aquél que sólo te sonríe tiernamente.
Vuelves a verte, después de muchos años que aquélla dulcísima mujer hubiera fallecido buscando entre las sombras de la muerte la imagen del primero y único amor en su camino, con el dolor de dejarlo sólo de nuevo en este mundo, llorando el no haber vivido más para adorarlo lo que ella consideraba suficiente, con su nombre en los labios resecos por la fiebre, repitiéndolo una vez y otra vez hasta que apenas se escuchara como un murmullo moribundo, y te redescubres con tus hijas asiéndote de los olanes de la falda con sus manos pequeñas y asustadas, observando de lejos a ese mismo hombre grande que en su lecho mortuorio, te vuelve a acariciar a la distancia, con su sonrisa desdentada, con su mano huesuda que apenas alcanza, temblorosa, a insinuar un adiós y un para siempre, y luego lo escuchas exhalar el único gemido que quizá haya lanzado en su existencia. Ves un silencio pesado como piedra, y una lágrima triste, desteñida, soledosa, que resbala por la comisura de sus ojos y se derrama silenciosa. ¿Por qué lloras? Preguntas, y en esa pregunta te das cuenta que no sabes si el llanto de tu padre es por la dicha de volver a escuchar aquélla voz, como un susurro, de su amada llamándole, llamándole, o por el recuerdo ya casi centenario de aquél instante fugaz en que apartara su dedo del gatillo por culpa de esa brillantez que bañaba la huerta adormilada en esa noche de luna llena inolvidable.
¿Para qué te pregunto si ves la luna llena, esta luna que a pesar de la tarde todavía iluminando la bahía, ya hace rato se encaramó sobre los cerros? ¿Para qué te pregunto el porqué de esa lágrima pequeña que te reverbera entre los párpados, si ya sé que es muy común que sin sentirlo, se nos humedezcan los ojos de repente por el acoso pertinaz de los bobitos, o el esfuerzo de adivinar la ciudad a la distancia, o el polen que desgranan las plantas y la hierba, o el polvo de la tarde que brisea sobre los techos de las casas, o la luna crecida como plato que desde lejos nos destella en la pupila, o el mar, o el cielo, o cualquier milagro de la vida, acá en el terreno de la loma.
El huracán Patricia torció su camino hacia el Pacífico y se fue diluyendo poco a poco hasta desaparecer de los mapas hidrológicos como pequeñas volutas de algodón sobre un cielo limpio y despejado; pero tan sólo a una semana, la Tormenta Rick se transformó en un gigantesco huracán frente a las costas de Oaxaca y comenzó a dirigirse a paso acelerado hacia nosotros, pero con la intención de virar hacia el lado contrario que el de su predecesor, es decir, a pegarnos de lleno.
-Lo bueno que es el último- murmuró la Lulú, espulgando las hojas de los almendros para ver si de tanta humedad alguna plaga se había asentado en las nervaduras de los brotes más nuevos; enseguida, con la misma parsimonia de siempre siguió por todo el terreno revisando el tallo de las palmas arecas y la cascada verde de las malamadre que complacidas ayudaban a enraizar a sus pequeños vástagos sobre el terreno pedregoso; luego siguió revisando los abanicos de las palmeras wachintonas y la de los jacalosuchos encorvados, y la fronda de los laureles negros, y la de los nims temblorosos; y así hubiera seguido para siempre, empecinada en esa tarea minuciosa de no haber sido porque las aguas primerizas de ese nuevo chubasco empezaron a caer sobre la loma, harta de tanta humedad y tanta lluvia y la obligaron a refugiarse bajo el cobertizo de carrizos.
-Vino mi hermano- le dije, con mi voz opacada por el estruendo de la lluvia- me dijo que había leído la historia del globo y que había retrocedido el tiempo a través de ese nudo en la garganta. Luego me dio este sobre.
-Lo escribiste en el 2002 en un periódico- comentó.
Lo abro y entonces recuerdo claramente. Adentro, protegido por una bolsa de plástico arrugada, había un recorte periodístico.
“Tavito. Parece que todo el mundo ha decidido pasar frente a tu casa. Quiere llamar tu atención con su algarabía acostumbrada. Quiere que le sonrías, que te fijes en él, que veas sus piruetas al pasar, que escuches sus faramallas y sus pregones y sus ruidos de siempre y te dignes mirarlo, aunque sea un momento. Pasa tocando cláxones y sirenas y adrede abre escapes y eleva el volumen de un estéreo tocando a José Alfredo. Pasa el mundo, con el tropel de gritos y de risas de niños como tú, que te ven de reojo y no entienden, Tavito, todavía, el porqué los miras sin mirarlos; el porqué prefieres concentrarte en los cinco dedos de tu mano que te acercas, pegadito a los ojos, y en la pequeña palma de esa mano en la cual no existe ninguna línea que nos adelante qué vas a ser de grande.
Pasa el mundo pidiéndote perdón, con su mirada cabizbaja, arrastrando pies de hombres y mujeres viejos que caminan sin dirección alguna, sólo para pasearse por la poquita vida que les queda. Pasa, ciego de llorar de arrepentimiento, agitando su bastón en un eterna búsqueda por evadir ese profundo y oscuro pozo que no está enfrente suyo sino adentro.
Tavito. A tu madre no le gusta que te digan así, y te llama con nombre de hombre grande para que nadie sepa de esa confusa mezcla de amor y miedo de siempre verte niño que a veces le duele como espina. Ella habla contigo por las tardes, para hablarse a sí misa y dejar de asombrarse de ese amor distinto que empezó a sentir por ti después de aquél primer mes en que arribaste al mundo. Ella te susurra una canción para espantarte el miedo cuando dejas de brincar en tu bonlli para mirar a un mundo que nadie mira como tú, y lloras, con ese llanto desolado, mordiéndote los nudillos de tus dedos hasta casi sangrarlos, para ver si con ese ingenuo sacrificio, por tus pequeñas heridas se escapa el virus que te asaltó la vida, cuando apenas habías decidido abrir los ojos para decirles a todos que llegabas.
Llega tu padre y a distancia presientes su olor y su presencia. Estiras tus pies y te levantas sólo unos instantes para después dejar tu cuerpo de tres años sobre aquel bonlli resignado. Llega tu padre y tus ojos cambian y destellan y en esa luz profunda tu padre se despeña desnudo de los trajines de la vida, limpio de toda suciedad, de esa que se le va pegando a uno cuando transita el día. Contigo tu padre retrocede el tiempo; vuelve a ser niño igual que tú, y te habla en una jeringonza que entiendes perfectamente, porque no es la hilazón de las palabras lo que importa, sino la claridad del sentimiento.
Duermes, Tavito, con esa límpida paz que es no sentir miedo a la vida, con la ingenua ignorancia de temer hacerse viejo, con un futuro más luminoso que el resto de todos los humanos. Lucharás igual que todos, y mientras otros avancen corriendo por el mundo, tus triunfos serán dar un paso nuevo cada día y a tu modo, tu también pelearás como ellos, con tus propios monstruos y dragones y seguro, que con tu sonrisa entrecortada nos dirás a todos que en esa batalla saliste victorioso”
Con sumo cuidado doblé el recorte periodístico. Lo guardo en su sobre de plástico y luego busco la cara de Lulú. Ella entrecierra los ojos, como esforzándose por ver a lo lejos, la ciudad que apenas se divisa tras la cortina de la lluvia.
Imagen:de José Emilio Moreno Romero en http://www.artelista.com/obra/2635466626593004-laninadurmiendoiii.html
¿Ya más de 40 años? ¡Caramba! Apenas lo recuerdo. Creo que estaba en el último año de primaria. El bigote apenas se esbozaba en aquél rostro escuálido lleno de barros y espinillas al igual que aquella rebeldía inusitada ? ¿Fue el movimiento estudiantil del 68 la semilla que germinó en las mentes y los corazones de todos nosotros, los de entonces? ¿Quiénes somos ahora, los que estuvieron cerca, los que estuvimos lejos; los que nos vestimos de mezclilla porque es nuestra bandera de irredentos, los que de corbata y celular describirán en la TV con voz entrequebrada por el llanto sus vivencias cercana a esa tarde y esa noche de muerte? ¿Qué es lo que nos falta como para que sigamos acordándonos? ¿Qué es lo que nos sobra como para que los hayamos olvidado? ¿Dónde están aquéllos niños como nosotros que murieron con una estrella interrogándose en los ojos? ¿Por qué no fue suficiente su muerte para que nos hayamos redimido? ¿Quiénes somos más dueños de los recuerdos de aquellas multitudes como ríos desbordando la calle? ¿Quién son los que tienen más derecho a estremecerse al observar las fotos diluidas? ¿Quiénes son o quiénes fueron los responsables, quiénes? ¿Por qué la inocuidad de esas jóvenes muertes? ¿Qué tan culpables eres tú y lo soy yo de esos cuerpos tendidos en la frialdad del pavimento que aún reviven cada año, cada dos de octubre?
¿Qué servirá para exculparnos? ¿Un poema? ¿Una canción? ¿Un compromiso?
¡Vale, por lo que sea necesario!
Pasos que vienen rápidos,
carrera apresurada, violenta, sofocada
y el cuerpo cae al suelo
y en el suelo golpeada
hasta su misma sombra
con toletes estúpidos
con palabras cortadas
por la rabia asesina
Luego un disparo a secas
de repente, sin razones, de espalda
y en sus ojos la luz es una estrella
pequeña que se apaga
Y todo porque sobre aquél viejo
muro destruído,
con letra apretujada
sobre otras letras negras que dicen:
"Muera el pinche gobierno",
escribió: Te amo, Maula.
Mi madre se acerca cariñosa, menudita, a la cama de mi padre, postrado todavía, para ofrecerle un vaso con agua y un medicamento de las decenas de ellos que toma cada día, le pasa el brazo por la nuca y le levanta la cabeza. Hace esfuerzo, pues cada vez más mi padre es incapaz de soportar su propio cuerpo. Levanta su cabeza y lo medio sienta. Él abre los ojos, los desorbita para enfocar aquella imagen y traga el agua apenas, ahogándose; entonces llego yo para auxiliarle y él me observa, con el vidrio de sus ojos opacos, con el rostro apretado, con una mano temblorosa buscando en el vació, ¿Quién eres tú?- me pregunta-¿Quién eres tú?-repite, y luego se recuesta; entrecierra sus párpados, como para hurgar dentro de sí un recuerdo que lo conecte a ese rostro diluido, a esa cara de asombro que lo observa angustiado.
Aparto con mis pies el orinal a un lado de la cama y me acerco, le tomo de la mano, le pregunto, y él me busca, seguramente escarmena sus recuerdos volátiles, bucea en medio del dolor y persigue esos peces luminosos que se escapan. Aprieta mi mano como para adivinarme en aquella presión, me esculca los nudillos, los recorre, ventea mi olor que se confunde con el olor a ungüento, me vuelve a preguntar para descubrirme en el tono de voz de la respuesta, persigue el nombre de sus hijos, de todos, los baraja con el temor de errar y entonces creo que me encuentra. Si, ese soy yo, Padre, seguro. Ese niño que estas viendo, rollizo, que apenas balbucea y estira sus manitas para que lo tomes en los brazos, ése, al que le haces señales con los dedos de la mano desde lejos, ése soy yo, ni dudes. Ése con el pañal de tela hecho bolas en la entrepierna, estorbando sus primeros pasos inseguros; ése con la inocencia del mundo sonriendo en su boca chimuela. Exacto, padre, muy bien, ¿Ya ves que adivinaste? El que voló temprano de la casa, y aprendió a lo lejos, a escribir de rebeldía en los muros y de sueños en su guitarra soledosa, en aquéllas noches tristes, polvorientas, en las que mi madre y tú oraban por todos sus hijos con denuedo. Ese ateo, irredento, irrespetuoso, que ves allá en el terreno de la Loma, husmeando las estrellas entre lata y lata de cerveza; ése, que va escapándose como gotas de olvido por las ramas de tu memoria vacilante, ése soy yo mi viejo.
Sonríe. Se recuesta de nuevo y se va, a perseguirse a sí mismo en sus tiempos de infancia, a recorrer de nuevo sus propios caminos recorridos, a buscar a sus propios muertos bienamados en aquella paz que ha de ser el volver a vivir de nueva cuenta.
Llega mi nieta, se sienta junto a mi, observa al bisabuelo y luego calla. La miro. En sus ojos se asoma un miedo indescifrable. Se acurruca conmigo y yo la abrazo como queriendo protegerla y protegerme, como deseando detener el tiempo entre mis brazos.
¿Tú vas a estar así, abuelo?-me pregunta- y yo la abrazo más, para que en el aire quede la respuesta a su pregunta intempestiva, para no tener que decirle que sí, que tal vez pronto; un día llegarás a mi camastro y verás en el espejo asolvado de mis ojos el miedo a no encontrarte, el miedo a perderte para siempre, el temor a tocar tu mano y no poder adivinarte, y la soledad de tener que preguntar ¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú? un día, una tarde tal vez, cuando de repente llegues a mi casa y yo no te conozca…